A UN AÑO DEL 6 DE ENERO

“Estamos ante un desenfreno de las mentiras de un grupo dominado por resentimientos ilimitados.”

Lucy Bravo
Columnas
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El 6 de enero de 2021, cuando una turba violenta irrumpió en el Capitolio de Estados Unidos, puso fin a una tradición de más de 150 años de antigüedad: las transiciones pacíficas de poder en aquel país. En un esfuerzo por revertir los resultados electorales que dieron la victoria a Joe Biden, partidarios de Donald Trump atacaron uno de los símbolos de la democracia estadunidense ante la mirada atónita del mundo entero. A pesar de que la insurrección no tuvo éxito, a un año de distancia sus ecos continúan resonando.

Aquel ataque dejó cinco muertos y 140 agentes del orden heridos. Alrededor de 700 manifestantes han sido acusados formalmente por diversos cargos. Hasta ahora 165 se declararon culpables, de los que cuatro podrían recibir una condena de 20 o más años de cárcel, mientras que a 71 ya los condenaron a penas de hasta cinco años de prisión.

Sin embargo, la violencia y el caos transmitidos en vivo en todo el planeta son tan solo la parte más visible y visceral de una enfermedad que aqueja a la democracia. Una que no es exclusiva de EU.

El infame ataque al Capitolio no se trata de un fenómeno aislado. No fue una anomalía que se puede reducir a una simple coyuntura de “extrema polarización”. El 6 de enero fue apenas la punta del iceberg de un esfuerzo sistemático de unos actores políticos por acabar con la existencia de otros. Y es que a eso nos referimos cuando hablamos de una sociedad que parece haber abandonado cualquier intención de entenderse.

Resentimientos

Eso se refleja en una reciente encuesta de Quinnipiac que encontró que 93% de los demócratas consideró el 6 de enero como un ataque al gobierno estadunidense, pero solo 29% de los republicanos estuvo de acuerdo.

Otra encuesta de The Associated Press y el Centro NORC de Investigación de Asuntos Públicos reveló que aproximadamente cuatro de cada diez republicanos consideraron el asalto como violento, frente a nueve de cada diez demócratas.

Tal disparidad en la memoria puede ser inevitable en la actual realidad política hiperpolarizada, pero no deja de ser sorprendente dada la cruda claridad de las imágenes que todos vimos. Ante esto, simplemente resulta insuficiente hablar de dos naciones y más bien es como si los estadunidenses vivieran en dos planetas diferentes cuando se trata del recuerdo del 6 de enero.

Ya no se trata de Trump y sus discursos incendiarios. No podemos seguir atribuyendo a la posverdad esta disonancia cognitiva. Estamos ante un desenfreno de las mentiras de un grupo dominado por resentimientos ilimitados. Y el partido avivando las llamas del conflicto no tiene la menor intención de detener el deterioro político y social. El país se vuelve cada vez más ingobernable y sí: algunos expertos incluso creen que podría caer en una guerra civil en una o dos décadas.

¿Descabellado? Tal vez. ¿Improbable? No, realmente. Tan solo en el último año los republicanos aprobaron decenas de leyes en 19 estados para restringir la capacidad de votar de cada vez más grupos demográficos. A esto debemos sumarle la perpetua parálisis partidista que no permite a los estadunidenses avanzar en una agenda en común, prácticamente desde la votación que autorizó la intervención militar de EU en Afganistán e Irak tras los ataques del 11 de septiembre de 2001.

Lexema El escritor mexicano Maruan Soto Antaki alguna vez se preguntó cuánto tiempo resiste un país en confrontación consigo mismo. La pregunta parece una sentencia en sí misma, pero el autor sí arrojó una hipótesis: la sobrepolitización de la vida pública se ha convertido en el desorden precursor de la canibalización política. Y no, no estamos hablando de un futuro distante. Basta con abrir los ojos y ver a nuestro alrededor.