DE APETENCIAS AÑEJAS

Sentí nacer una sonrisa pícara del rabillo de mis ojos.

Mónica Soto Icaza
Columnas
Foto: Especial
Foto: Especial

Por Mónica Soto Icaza

Abro la puerta despacio. Dejo los zapatos en la entrada para no ensuciar el piso. Horas antes las copas se impusieron: un tequila, dos tequilas, tres tequilas; me dio sueño, y entonces un carajillo. El cuarto y quinto tequilas, dobles; una cerveza de barril en tarro helado.

Los “salud” de un lado a otro de la mesa se convirtieron en roce de rodillas, manos en los muslos, dedos en la cintura, labios en las comisuras; en el “tú y yo deberíamos tener un romance”, en un “tal vez”, en su “entonces te llevo porque no puedes manejar así”. Aquí debo decir que soy buena bebedora, tengo gran tolerancia al tequila, pero como a casi todas las personas el alcohol me afloja las piernas.

Como pude le di instrucciones para llegar a la casa. El periférico con bastante tránsito para las tres de la madrugada. Tuvimos una conversación de la que apenas tengo memoria, recuerdo que me reí mucho y de cuando en cuando me le acercaba y le ponía un beso en el cuello; él estiraba la mano y me tocaba en sitios políticamente incorrectos.

Al llegar a la esquina, a cinco casas de la mía, el inofensivo amigo de la familia que jamás dio la mínima muestra de interés en mí detuvo el coche. Lo apagó. Se acomodó en el asiento para poder hablar conmigo, dijo que durante 20 años había aguantado la tentación de seducirme y esa noche no me iba a escapar.

Me carcajeé y sentí nacer una sonrisa pícara del rabillo de mis ojos. Llevó el brazo hacia mi nuca y me atrajo hacia él; los dos teníamos ya el beso en las papilas gustativas, así que nos saboreamos entre gemidos suaves y cierto temor a que alguien ajeno irrumpiera en nuestro universo dentro de la camioneta amarilla.

Su otra mano no tardó en incursionar bajo mi faldita negra; seguro quien inventó las faldas voladas se fue al cielo: no hay nada más práctico para el coito clandestino y súbito. Le bajé la bragueta e hice a un lado la tela de su ropa interior para dejar salir a la bestia con la que quería batallar a lengüetazos. Él hizo hacia atrás el asiento para darme espacio.

Qué más

Sacó la mano de debajo de mi falda y me ofreció mi sabor empapado en sus dedos. No pude más y brinqué a su regazo. Con su lujuria de un lado y el volante en la espalda, me columpié sobre su cuerpo, al tiempo que estaba alerta a las miradas curiosas o a los policías que nos llevarían con el juez civil por faltas a la moral, hasta que lo empañado de las ventanas hizo imposible alguna posibilidad de ver hacia fuera.

La última vez que lo vi se alejaba caminando, algo borracho, por la banqueta.

Manejé el tramo que me faltaba, metí el coche al garaje. Dejé los zapatos en la entrada. Como pude hice mi rutina nocturna y me metí a la cama.

Cerré los ojos. Las imágenes del automóvil que compartí con ese moreno de dientes inmaculados reaparecieron en mi memoria con tal insistencia que no podía conciliar el sueño.

Me acosté boca arriba. Con los dedos anular y medio de la mano izquierda abrí el camino al índice de la derecha hacia la parte de mi cuerpo que me ayudaría a dormir; feliz lo recibió con una contracción dulce y el espasmo en el vientre que subió de intensidad conforme las imágenes y sensaciones se hicieron nítidas en mi piel.

Cada noche que vuelvo a mi cama, con sus sábanas de algodón; a mi recámara, con su oscuridad perfecta; a mi vulva, a mi clítoris, con los dedos listos y las fantasías amontonadas, aprendo que me gustan tanto los hombres que hasta para dormir caigo en los brazos de uno: Morfeo. Qué más se le puede pedir a la vida.