ALPINISTA, ESPELEÓLOGO, OCEANÓGRAFO

Un paso más corto me hizo quedar detrás de él, pero modificó mi destino.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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Regresé a casa como si hubiera dormido con las piernas abiertas a la intemperie: rebosante de rocío. Meterme a la cama con un desconocido jamás ha sido mi fantasía recurrente, pero tres horas, cuatro cervezas y la mutua confesión de las aventuras eróticas más desenfrenadas después, él ya no formaba parte de esa clasificación.

Alto, de pelo negro atrapado en una liga también negra. Sin el antifaz que usa para ser irreconocible su apariencia era mucho más joven. Tal vez por eso bajé las armas cuando pidió un agua mineral con la consabida rodaja de limón mientras yo ordenaba una copa de vino. Un hombre con cara de adolescente en una cita a ciegas que toma agua mineral es lo más inofensivo del mundo.

Sí, cómo no.

“Disculpen, los miércoles cerramos a las diez de la noche y faltan diez minutos, ¿les molesta si traigo la cuenta?”, preguntó el mesero. Él y yo nos miramos con la interrogante en las pupilas: ya habíamos terminado la conversación motivo del encuentro y era buen momento para emprender el regreso a las respectivas viviendas. Unos segundos bastaron para saber que aún no debíamos despedirnos.

Salimos a la noche. La frescura cálida de la Ciudad de México en verano es un elemento perfecto para la búsqueda de un bar abierto. Caminamos siete cuadras en zigzag hasta una cervecería de ambiente relajado y terraza seductora.

Seguimos platicando. En algún momento me di cuenta de que su mano estaba sobre mi pierna, subiendo despacio de la rodilla al muslo. Puse la mía encima y encaminé sus dedos hacia mi vulva. Mis bragas anegadas colocaron sus dientes superiores sobre su labio inferior y de su garganta surgió un gemido.

Retiré sus falanges de mi entrepierna. Él las llevó a su nariz, aspiró fuerte. Lo siguiente fue inesperado: se metió mi olor a la boca. Lo saboreó por unos diez segundos con los ojos cerrados. Luego volvió a mirarme. La sonrisa de catálogo de ortodoncista. Mis mejillas con sobredosis de rubor.

Margarita

Como caballero andante se ofreció a llevarme hasta la puerta de mi departamento para cerciorarse de mi seguridad durante la travesía por las calles despejadas del vecindario. Recuerdo la conversación por fragmentos: “Entonces ella se… Y yo le dije a su amiga que… hincada en la cama como… El marido sentado en… las fotos de su teta en mi boca con…” En mi mente cada paso era un “sí” o un “no”, emulando la vieja tradición de deshojar una margarita como estrategia infalible para saber si alguien “me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere”.

Esquina, semáforo, camellón, paso de cebra, coladera destapada, banqueta. A unos metros del escalón que eleva mi edificio contra la avenida todo indicaba que el resultado final contravendría a mis apetitos. Un paso más corto me hizo quedar detrás de él, pero modificó mi destino.

Lo deseaba. Se me antojaban sus labios en la piel de mi espalda, mis dedos alrededor de la erección atrapada en sus pantalones. Quería su calor en mi cama, su pelo revuelto bajo las yemas de mis dedos; necesitaba conocer su cara de sexo, el sonido de sus orgasmos, las tácticas que ejecutaría en la búsqueda de los míos.

Saludé al vigilante, siempre atento a las variaciones en la calma del entorno, cómplice involuntario de las correrías sensuales de los inquilinos. Entramos al elevador. Subimos los 16 pisos que nos separaban de la desnudez del otro en silencio, parados uno junto al otro, atentos a que no se abrieran las puertas y a no regalarle a algún vecino argumentos para alimentar el chisme.

Cerré la puerta. Abrí las piernas, el cuerpo, la imaginación y la conciencia. Él transitó por mí como alpinista, espeleólogo y oceanógrafo en búsqueda del hilo negro, el eslabón perdido, la piedra filosofal. Y sí, yo me dejé explorar como territorio dispuesto a la rendición.