AUTOESTIMA MASCULINA (1)

Mónica Soto Icaza
Columnas
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Todas somos putas hasta que se demuestre lo contrario. Cada vez que algún novio te presenta a sus papás lo primero que le dicen es “qué muchacha tan simpática, nada más ten cuidado de que no te salga con su domingo siete”; claro, como a nosotras nos encanta sin condón “porque no se siente igual” o porque “cómo crees que no me tienes confianza, si me hicieron el examen del sida hace poquito que doné sangre”.

Como si nosotras no fuéramos quienes cargan a los críos en la panza y luego tomados de la mano, quienes se la pasan, después de parir al niño, pariendo chayotes para poder hacer una vida profesional y personal decente, mientras ellos siguen yéndose a trabajar como siempre, haciendo su vida social como acostumbran y creciendo profesionalmente como si nada… Por eso salimos con el “domingo siete”, para atraparlos y que se queden con nosotras y no con las decenas de mujeres que los quieren... por supuesto.

Hay que admitirlo: los hombres tienen una autoestima envidiable. Cuando les gusta una mujer no dudan que van a conquistarla, no se dan por vencidos hasta escuchar un “no” rotundo y en ocasiones ni siquiera después de eso.

Para lograrlo utilizan una de las estrategias legendarias de guerra de Julio César: divide y vencerás. Te convencen de que tú eres la mejor mujer del mundo y que te prefieren incluso sobre su esposa o su novia, y entonces tú por supuesto les crees; la caricia al ego combinada con explotar para su beneficio la típica rivalidad entre las mujeres crean el menjurje perfecto para la conquista.

Opción

Uno de los ejemplos más divertidos que he vivido fue cortesía de Juan, un viejo amigo que tenía intenciones de convertirse en enamorado, claro sin antes preguntarme mi opinión.

Yo no sé si me contaba con desfachatez sobre sus conquistas porque éramos amigos o si así era con todas, pero a mí jamás se me habría ocurrido terminar con él en la cama, a pesar de todas las referencias que escuché de sus propios labios sobre la adicción que causaba en sus alumnas, conocidas e incluso en las amigas de sus exesposas.

En aquella época yo acababa de regresar con mi marido después de una separación de tres meses. Juan sabía que me había peleado pero aún no estaba enterado de la reconciliación. Me invitó a comer.

Al terminar me tomó de las manos. El diálogo fue algo así:

—¿Regresaste con tu esposo?

—Volví con él hace una semana.

—¿Qué crees? Ya tengo novia.

Lo felicité. Estaba extrañada por la consecución desarticulada de nuestra plática pero contenta de que ya tuviera novia.

Continúo:

—Tú la conoces, es aquella chica que te presenté alguna vez.

—Qué bien, me parece una mujer guapa e inteligente.

Él siguió:

—La verdad mi primera opción eras tú, pero como no te divorciaste, pues ando con ella.

Además del poco respeto que mostraba hacia su nueva pareja —¿quién le dijo a ese compadre que era una opción para mí?— ahí me di cuenta: la seguridad que tenía yo para saber que jamás andaría con él, la tenía él de que si no me hubiera divorciado habríamos terminado juntos, a pesar de que nunca le mostré intenciones románticas.

Ahí aprendí que para algunos hombres las mujeres somos como camisas, seres prescindibles que pueden cambiar por una nueva cuando la que tienen ya no les queda, ya no les cae bien o ya les aburrió.

Me despedí pensando en que no volvería a comer o tomar café con él, lo que hice varias veces más, cada una de ellas dándome de topes por no recordar mi juramento de no volver a hacerlo. A ver si escribiéndolo aquí soy capaz de grabar en piedra la autopromesa, porque hombres como ese son los que la hacen a una sentirse avergonzada del género masculino. Por más autoestima que tengan.