CARACAS, MI AMOR (1)

“El hombre que me trajo de la mano se convirtió en amigo en unas cuantas horas”.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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A veces se quedan fragmentos del corazón por otros lares, cuando un viaje inocente desafía tu experiencia y no regresas a casa intacta. Eso me sucedió en Venezuela.

Cinco días, solo cinco; a cada paso se me iban desprendiendo pedazos de piel sin darme cuenta. En cada esquina donde experimenté regocijo, incertidumbre o asombro se quedaron algunas partículas que durante años pertenecieron a mis ojos y hoy danzan al sur de un continente.

Desde que llegas al Aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón Bolívar sabes que es un país distinto: los espacios donde antes había anuncios comerciales ahora están pintados de blanco, únicamente en algunos hay propaganda del gobierno o invitaciones a conocer las atracciones naturales del territorio.

No es una instalación de lujo o belleza sino funcional; el duty free es de unas cuatro tiendas. En migración me preguntaron, como en todas partes, el motivo de mi visita y en dónde me alojaría, y al salir me sorprendió que solamente entregué mi formato de aduana y deslicé mi maleta por unos rayos X de los que nadie miraba la pantalla. No me dirigieron la palabra más que para desearme los buenos días. Afuera encontré tiendas de regalos, cafeterías, una farmacia; todo cerrado porque llegué a la 1:30 de la madrugada.

Para abandonar el aeropuerto es necesario tener disponible el transporte de antemano, no hay casas de cambio ni aceptan dólares ni tarjetas de crédito y además para pagar en efectivo necesitarías traer cientos de billetes en la bolsa: la inflación estratosférica hace que no haya papel moneda que alcance. Por fortuna a mí me esperaba Javier, un hombre amable y platicador. A pesar de que eran las dos de la madrugada hizo el camino, de una media hora, por grandes avenidas rodeadas de vegetación abundante, muy agradable y plagado de datos curiosos del país, como las estaciones del año, que para una mexicana son un verano eterno.

Bienvenida

El recorrido hacia el hotel me mostró una ciudad vacía: no vi ni un automóvil ni una persona. Al llegar me encontré con una construcción bonita y de apariencia nueva, completamente apagada: Waldorf Hotel Boutique. Me bajé del automóvil, toqué el vidrio de la puerta de herrería. Un policía abrió, me dio el paso con una sonrisa. En cuanto puse un pie en el lobby todas las luces se encendieron y hasta la música de fondo comenzó a sonar: a pesar de que unos segundos antes todos dormían, la vida que experimenté se me quedará grabada siempre en la memoria: fue una forma maravillosa de darme la bienvenida.

El hotel es de lujo moderado, elegante. Sabía de la escasez de productos de higiene personal y sí, el papel del baño era delgado, pero había una pequeña botella de champú y dos jabones. Para mí la habitación a esa hora (casi las tres de la mañana ya) era el paraíso.

De aquí en adelante voy a hablarte mucho de él, de mí, de la gente alegre y optimista en medio de las carencias; pero también de la inconformidad y la tristeza entre la abundancia. Te hablaré de cómo el hombre que me trajo de la mano se convirtió en amigo en unas cuantas horas y en amante otras tantas después.

Te contaré acerca del desayuno de la primera mañana, sin buffet y con poca fruta en los platos; del delicioso café con leche, de la carrera de bicicletas que pasaban por ESPN 3 y me acompañó a probar por primera vez una omelette con arepitas.

Tendré que confesarte que en cuanto llegó quien se encargaría de mostrarme la ciudad, un mulato de 1.96 metros de estatura y enorme sonrisa de labios suculentos, supe que el viaje podría tornarse todavía más interesante.

Y que esa noche, la primera, fue la única que dormí sola. Pero eso ya será en otra ocasión.