CUENTO DE NAVIDAD

Existo con dos almas en el cuerpo: una femenina y una masculina.

Mónica Soto Icaza
Columnas
Soto1031.jpg

Hace 42 inviernos me dieron el mejor regalo de Navidad, algunos meses antes de ser concebida por mis padres: un arquitecto de 33 años y una ama de casa de 24, con dos hijas de dos y tres años. Fue un regalo agridulce. Provocó felicidad y profunda tristeza casi de manera simultánea. No puedo decir que fue egoísta: yo todavía desconocía el significado de la palabra perseverancia.

Mi primer regalo de nacimiento fue la muerte de alguien, un niño que ya se movía, con el cerebro produciendo 100 neuronas por segundo. Ya distinguía la voz de mi mamá y la música, medía casi 25 centímetros, pesaba unos 300 gramos y le empezaban a crecer las uñas, cejas y pestañas. O sea, tenía cinco meses de gestación.

Su viaje a las estrellas me dio a mí la posibilidad de la vida.

Imagino a mi alma jugando con la suya en el limbo de los bebés. Piedra, papel y tijera. El premio era todo o nada. Si gano te mueres y nazco yo. A estas alturas ya sabemos quién venció. El trato fue que él me cedería la materia pero su alma vendría conmigo, junto con la mía. Por eso a veces siento que no me quepo dentro: existo con ambas en el cuerpo, una femenina y una masculina. Eso explica por qué nunca me siento sola: el amor de alguien me habita y acompaña todo el tiempo.

Mi yo mujer transita cómoda con este traje de caderas espesas, cintura líquida y ojos grandes. Soy una hembra con la que los hombres se sienten en casa y las mujeres en la confianza de la propia recámara o la sala de estar.

Mi yo hombre ha aprendido a lidiar con los bajones de estrógenos y las subidas de progesterona. A veces me da malos consejos y justo cuando me eleva la testosterona soy capaz de realizar serias imprudencias que normalmente terminan con una carcajada y con la pregunta “¿por qué demonios hice eso?” en mi mente. Él es genial para crear vertiginosos recuerdos.

Gracias

El embarazo de mi madre fue de alto riesgo, como yo. Con tanta amenaza de aborto —cinco en total—, múltiples entradas y salidas al y del hospital y el cuidado de sus herederas ya nacidas no hubo mucho tiempo para la tristeza pero sí exceso de voluntad y el deseo de que yo sobreviviera para convertirme en su regalo de Navidad; si ya había perdido a un bebé no permitiría que le sucediera lo mismo con el otro.

Para fortuna mía el plan funcionó. ¡Victoria! Llegué al mundo por cesárea con dos kilos 300 gramos. El lugar que ocupaba en la Tierra era equivalente al del interior de una caja de zapatos. Contra todo pronóstico estaba sana y fuerte y crecí para desafiar a la palabra imposible. ¿Cómo no, si poseo el compromiso de aprovechar mi itinerario en estos lares? Ni modo de haber ganado el juego y desaprovechar la oportunidad.

Mi hermano mayor me obsequió el presente, las puestas de sol, el sabor de los ostiones Kumiai, la textura de las papas fritas, la belleza de los cuadros de Sorolla, el lomo con salsa de ciruela, la ensalada de manzana en Navidad, el sonido de la música de Bach, la temperatura del mar, el bullicio de las hojas de los árboles, el filete de res término medio, la suavidad de mis sábanas de algodón, el vértigo de enamorarme, la felicidad que cabe entre los brazos de mis hijos, el vahído de las turbulencias en un avión, el asombro de la Casa de la Ópera de Sídney, la gratitud hacia mis padres, el regocijo de presentar un libro nuevo, el dolor de un piquete de abeja, la emoción de recibir un anillo de compromiso de manos del amor de mi vida, el estallido de los orgasmos.

Y nunca le había dado las gracias.