DELICIOSA DESNUDEZ

Mónica Soto Icaza
Columnas
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¡Ah, el cuerpo libre! ¡Ah, la textura del viento en los lugares donde siempre roza la ropa! ¡Ah, la temperatura del sol en el sitio donde la espalda pierde su nombre! Llegamos a este mundo desnudos y de este mundo desnudos nos iremos.

Me desnudé bailando. La primera vez que desaparecí mi ropa ante una concurrencia de más de uno fue bailando: 60 minutos antes de que mi vestido terminara encima de la silla asignada para mí en aquella fiesta de erotismo y amor libre, ese pedazo de tela negra que me hacía sentir sexy, perfecta, con las curvas en su lugar, que yo me lo quitara era algo absolutamente impensable. No me encueraría jamás en público, cómo crees.

Como la mayoría de las mujeres crecí pensando que la forma ideal de una integrante del sexo femenino de la raza humana era la de quienes aparecen en las películas, la de las modelos en las revistas, las valientes que suben fotos en bikini en redes sociales. Esa imagen era reforzada por la belleza de mi familia, empezando por mi madre, que aparenta por lo menos 15 años menos. Yo aprendí que el vientre plano era básico; la cintura breve importante, ¿lonjas?, ¡por ningún motivo!

Debo decir que fui una veinteañera de buen cuerpo, legado de la ya mencionada buena genética familiar, con ayuda de mi gusto, después perdido, por el ejercicio. Dos hijos y algunos años después ya no me gustaba tanto: la gravedad hizo su trabajo con mis tetas; el cambio de metabolismo propio de la edad, su labor con la celulitis y los rollos en cintura y cadera. Además abandoné por completo la actividad física disciplinada. ¡Ah! Y soy antojadiza hasta la taquería de enfrente, perdón, la pared de enfrente.

Pero entonces aparecieron ellas en mi vida: las demás invitadas a la fiesta. Sí, las vi vestidas. Y luego las vi desnudas. Donde toda mi vida yo había encontrado defectos, ellas encontraban gozo. Danzaban con alegría, con gracia, con profundo deleite. Las cicatrices de cesáreas, histerectomías, implantes, cirugías diversas; las panzas voluminosas, los muslos gruesos, los brazos sin tonificar no eran inconvenientes para sonreír plenas, seducir con la mirada y la actitud, para ser inolvidables.

Libertad

Ver a otras mujeres de carne y hueso desvestidas fue una revelación para mí, entendí la fobia a la desnudez femenina, comprendí por qué las redes sociales censuran pezones, por qué limitan fotos con demasiada piel. Si las únicas referencias de cuerpos al natural vienen de esas fotos de revistas, películas (porno o no), anuncios, entonces luego te miras al espejo y te percibes defectuosa. Y no hay nada más diverso que las proporciones humanas: hay de todos los colores, de todas las texturas, de todas las siluetas, de todos los volúmenes… y todas son perfectas.

La desnudez ajena ayuda a apreciar de manera más fidedigna y amorosa el propio cuerpo, y también a respetar el de quienes te rodean, incluyendo al de la pareja, que muchas veces se queda con el peor de nuestros juicios inmerecidamente. Así fue como un grupo de desconocidas me regalaron, sin saberlo, parte de mi libertad.

¿Y el hombre que amo? Él me fascina desnudo. Simplemente porque: Desnudo olvido tu nombre. Desnudo tu identidad se manifiesta. Desnudo tu lugar en el universo es este instante. Desnudo eres todos ellos. Desnudo eres solo tú. Desnudo eres tu historia escrita en la epidermis. Desnudo eres la cartografía de tu paso por la vida. Desnudo te conviertes en objeto y sujeto. Desnudo te leo y te describo. Desnudo te imagino en la mía y en otras pieles. Desnudo eres de uno y de todos los colores. Desnudo te interpreto y te traduzco. Desnudo te huelo. Desnudo te lamo y te degusto. Desnudo te escribo y te recuerdo. Desnudo te guardo en cada partícula de mi propia desnudez.