DESNUDA

“Se despidió de las princesas perfectas y los dragones voladores”.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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María creía en los cuentos de hadas: a veces era la princesa, pero casi siempre prefería personificar al dragón; el dragón tenía alas para volar y aún así elegía permanecer en el castillo para proteger a los débiles y vulnerables. Lo único “principesco” en ella eran las medidas 89-59-92, casi coincidentes con los 90-60-90 de la perfección de los noventa y sus parámetros de belleza.

Pasaron los años y la María-dragona cayó en un profundo sueño. María-princesa lo sabía y decidió dejarla dormir. Llegaron a su vida éxitos profesionales, dos bebés y ocho kilos, acompañados, claro, de su respectivo aumento de dimensiones: 92-66-100. Y aunque según la tabla de pesos y medidas de la normativa mexicana 58 kilogramos significaban un peso por debajo de la media según su estatura, se instaló en María el mandato visual de la animadversión hacia la desnudez, con su consiguiente estrepitosa caída de autoestima.

Hasta esa noche en que aparecieron sus hadas madrinas. Unas hadas madrinas fuera de toda lógica, mágicas a fin de cuentas, porque en los cuentos de hadas sí que existen los milagros y porque las ficciones en la realidad a veces se rebelan a la expectativa.

El sitio del encuentro fue un antro de perdición a donde las parejas acuden en búsqueda de juegos eróticos con diferentes objetivos según el caso y donde ella encontró lo inesperado.

Las hadas eran señoras adultas de cuerpos como el suyo, imperfectos. Con cicatrices de cesáreas, cinturas anchas, caderas con estrías, piernas con celulitis, pechos en armonía con la gravedad, pies de venas evidentes.

Dominio

María notó que eran iguales y distintas. En los cuerpos de unas abundaban los pezones, en los de otras eran rondanas de 1/4; la piel en las espaldas de unas eran tersas, las de otras tenían manifestaciones dermatológicas variadas; en algunas el ombligo era redondo sobre vientres circulares, en otras el ombligo era el ojo de una cerradura sobre vientres lisos; en algunas los muslos se tocaban con roces discretos, en otras los muslos seguro rompían pantalones.

Las vulvas de algunas eran como orquídeas en esplendor, las de otras como papayas en voluptuosidad; unas con vellos ausentes, otras con pubis recortados y otras más con auténticas selvas tropicales.

En esas diferencias compartían algo: todas bailaban en absoluto dominio de su lugar en el mundo, en posesión del aire alrededor de su presencia y del espacio debajo de las plantas de las suelas de los zapatos, de diferentes alturas de tacón, por cierto, sin importarles las opiniones detrás de las miradas que testificaban el instante.

Así fue como María aprendió que el miedo y los reparos que el mundo le inculcó hacia la desnudez ajena provocan insatisfacciones inverosímiles. Si las únicas referencias de desnudos provienen de las revistas, la publicidad, los programas de televisión, el cine, las influencers en redes sociales, las películas porno, entonces cuando una se mira al espejo y la anatomía no es como esa se percibe como defectuosa.

Eso le sucedía a María; ni siquiera que las etiquetas de su ropa portaran la letra S la hacía sentir bien con su reflejo; ella siempre necesitaba perder kilos, disminuir medidas, modificar la textura del estómago.

Al mirar a esas mujeres, con su desnudez auténtica, supo que debía apreciar de manera más abierta y amorosa su propia configuración física. Si sus opciones eran seguir sufriendo por lo que no era o vivir con gozo lo que sí era, era momento de aprender a quererse.

Fue así como María se convirtió en una mujer libre de estereotipos, se despidió de las princesas perfectas y los dragones voladores y se convirtió en una mujer. Una mujer desnuda.