DIVORCIO NECESARIO

Nos hemos convertido ya, de nuevo, en verdaderos extraños.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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Esta noche soy el sonido de la punta del bolígrafo sobre un papel blanco donde se posará mañana mi nombre; soy los trazos de mi firma junto a la tuya. Nuestras rúbricas descansarán una al costado de la otra hasta después de que hayamos muerto: era mentira que el deceso de uno pudiera separarnos, el expediente en un juzgado nos mantendrá unidos hasta algún terremoto catastrófico o incendio que calcine las oficinas del registro civil. Esta noche soy valentía y miedo; regocijo y algo de nostalgia.

Nos miro y nos hemos vuelto tan extraños que casi olvido tu nombre y me doy cuenta de que en las horas de la cotidianidad se ha diluido la huella del peso de tu cuerpo, del sabor de tus labios.

Aquella madrugada de junio hoy parece un sueño añejo. Ebrios, después de la boda de tu mejor amigo, nos besamos en los rincones de casa de tus padres; nos teníamos tantas ganas que en la pared de la entrada me levantaste el vestido de noche y penetraste en el océano que me escurría por la entrepierna. Tuve que tragarme el gemido para no despertar a tu padre, de sueño ligero y carácter pesado. Te tomé de la mano y nos encaminé hacia tu habitación.

Borramos ahí la ropa. Nuestros instintos se convirtieron en interlocutores. Nos fusionamos en un espécimen que revoloteaba agitando las cortinas y creando una onda magnética en el viento como presagio de las mareas altas y las tormentas que herirían nuestro futuro, dejando cicatrices en forma de costras de sal.

Me agarraste de la cintura para hincarme en la cama. Sentí tu mano en la espalda, justo debajo de la nuca. Empujaste mi espalda hasta que mi mejilla tocó la sábana y previa colocación de tus manos a cada lado de mi cadera sentí cómo escribías profecías al fondo de mi vientre, justo en el lugar que dos años después vería nacer a nuestros hijos. Tenía los oídos tapados, ignoré la advertencia de controlar el volumen de mi voz. Ya no me importaba despertar al vecindario, tus piernas tan cerca de las mías transmutaron en el mundo entero.

Ajenos

Acariciabas mi espalda con una de las manos, con la otra rozabas la piel de mi brazo izquierdo; después perdí la noción del tiempo y del espacio; sentía la textura de la colcha en las rodillas, la de tus manos con una omnipresencia que ni siquiera hice el esfuerzo por comprender.

De repente pusiste tu mano izquierda sobre la mía durante unos segundos, la levantaste a la altura de mi cadera y con la mano derecha deslizaste algo duro y frío por mi dedo anular. Me soltaste, pegaste los labios a mi oído izquierdo y con tu voz de trueno y gloria pronunciaste: “Cásate conmigo”.

Hoy que hago la recreación del momento en que me pediste que fuera tu esposa, a la mitad de una de las mejores sesiones de sexo que recuerdo, siento que eso sucedió en otra vida. No ha pasado tanto tiempo y sin embargo lo evoco como si hubiera ocurrido en un tránsito antiguo por mis días. Fue hace 15 años.

Ahora que regreso del juzgado donde puse mi firma junto a la tuya en la sentencia de divorcio me doy cuenta de que tú y yo nos hemos convertido ya, de nuevo, en verdaderos extraños, incluso más ajenos que al momento de conocernos. Extraños que alguna vez se pensaron la coincidencia más afortunada.

Hoy somos forasteros con dos hijos en común. Una mujer y un hombre unidos para siempre y separados como jamás.