HISTORIAS DE CLÍTORIS (6)

“El paseo por las calles transmutó en travesía por los cuerpos”.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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Cuenta la leyenda que Mónica y un señor de nariz grande, anteojos de armazón semitransparente y labios como de actriz de cine se conocieron por Twitter. Su nombre es Fernando, su apodo Codos lacerados y esta es su historia.

El primer encuentro en persona entre Mónica y Fernando sucedió en una cafetería. Ella llevaba libros bajo el brazo; él la intención de conquistarla. No le fue difícil: guapo, con buen sentido del humor, inteligente, manos de venas saltonas, tacto firme y tibio. Al terminar el desayuno él la acompañó a la puerta del automóvil. Ahí, en la banqueta frente a una frutería de barrio, la nuca de Mónica coincidió con la palma de la mano izquierda de Fernando y Mónica decidió no esquivar las intenciones de beso en los labios de Fernando. Se despidieron con el habitual “nos vemos pronto” que se pronuncia en estos casos.

La duración de ese pronto fue de nueve meses casi exactos. Fernando visitaría de nuevo la ciudad y quería ver a mi dueña de nuevo, esta vez no en el territorio prudente de los desayunos, sino que le pidió pasar 24 horas con él, cual novela de Stefan Zweig. Mi Mónica, tan aventurera como lujuriosa, no lo pensó dos veces.

Souvenir

Escenario: Centro Histórico. Calle 16 de septiembre. Gran Hotel Ciudad de México. Nos recibió el ramalazo de belleza del vitral art nouveau en el techo, confeccionado con cristales estilo Tiffany en 1908. Mónica caminaba nerviosa, preguntándose qué diantres hacía acudiendo a la cita para pasar la noche con un casi desconocido. Encontró a Fernando frente a la recepción. Se saludaron cual comedia romántica hollywoodense, ella lo rodeó con los brazos y él la levantó del suelo para dar vueltas mientras las lenguas se reconocían entre el inventario de especímenes conocido. Al fin pude refrescarme.

Subieron las maletas a la habitación y se encaminaron hacia el restaurante en la terraza, con una vista privilegiada del Zócalo; como era temporada de 14 de febrero las jardineras estaban llenas de flores que formaban corazones, muy adecuadas para el romance de 24 horas de mis protagonistas. Comieron mole poblano, bebieron tequila y se pusieron al día. La idea de Fernando era bajar al cuarto, lavarse los dientes, salir a turistear por las calles aledañas y llevar a Mónica a cenar a un restaurante glamoroso para después desnudarla y hacerle el amor toda la noche. Yo, Clítoris de Mónica, como digno embajador de la humanidad de mi mujer, tenía otros planes, y ella me siguió la corriente.

Bajaron, se turnaron para entrar al baño, primero ella, después él, naturalmente. Cuando Fernando salió ella ya lo esperaba a un lado de la cama con ropa interior de encajes. Caminó hacia él. Lo desnudó lento, disfrutando de la turbación de su nuevo amante, no acostumbrado a ese aplomo.

La erección brincó de los bóxers, vehemente, yo me acerqué a ella, atraída por el antojo acumulado durante meses. Entró en Mónica como cuchillo en el tarro de mermelada, los dos escurrían desde el primer abrazo. Así la tarde se convirtió en media noche y el paseo por las calles transmutó en travesía por los cuerpos y cenaron sudor y semen y cayeron dormidos cuando ya clareaba el cielo.

Mónica abrió los ojos primero. Despertó a Fernando al meterse el glande en la boca, anegado de humedades secas. La elevación como respuesta acudió casi de inmediato. Volvió a comenzar la fiesta para mí.

Al ponerse la camisa, después de bañarse juntos y hacer las promesas correspondientes, Fernando descubrió sus codos en carne viva: el placer de su sexo anestesió el dolor de los codos rozando las sábanas y se llevó dos incipientes costras a mitad de los brazos como souvenir.

Mónica y Fernando no volvieron a verse. En cuanto a mí, de vez en cuando regreso a esa escena en un edificio con casi 500 años de historia y evoco mis adquisiciones para la colección de orgasmos.