HISTORIAS DEL CLÍTORIS (3)

Mónica Soto Icaza
Columnas
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La creencia popular de que no solo de placer se vive no aplica para mí. Yo soy el placer. Existo para el placer. Provoco nada más que placer (y distracciones, como a Mónica, que a veces debe suspender por algunos minutos la redacción de sus cuentos, novelas, poemas o columnas para atenderme; puedo ser algo demandante).

En esta ocasión quiero contarte, sujeto a veces objeto que me atiende con los ojos, la historia de cuando conocí a uno como yo.

Antes de esa noche memorable yo nada más los había visto en las películas porno, los hoteles nudistas, los bares swinger y alguna ocasión en un show de sexo en vivo en un antro de mala muerte de Ámsterdam. Los del club nocturno holandés y los de las películas porno déjame decirte que son muy distintos a los de los desnudistas amateurs o los concurrentes a los lugares de amor libre, que no están bien iluminados para la toma o no fueron elegidos en un casting sino son como los de tu esposa, tu novia, tu mejor amiga, tu jefa. O como yo.

Pedro y Celeste llegaron a las ocho de la noche. Mónica y su amante los esperaban con una botella de champagne enfriándose y ellos calentándose. Entraron de jeans y chamarra, ella corrió al baño, salió con un vestido rojo muy entallado y unos tacones de plataforma. Mónica traía una túnica casi transparente, sin nada debajo, para dejarme ser testigo del encuentro. Descalza.

Se saludaron con besos, abrazos y las presentaciones pertinentes. Mónica ya conocía a los invitados, había jugado sola con ellos. Para su enamorado era la primera vez. Suele suceder que las fantasías sexuales son más agradables en la imaginación que en la realidad. El galán de mi dueña y ella intentaron hacer travesuras en otras oportunidades con resultados desastrosos: mujeres muy abiertas que terminaban celosas de que sus novios me tocaran, erecciones fallidas, parejas con deseos disparejos. Mónica sabía que Pedro y Celeste eran garantía.

Descubrimiento

Sirvieron el champagne. Comenzó la plática. Que si todo bien con la pandemia, el trabajo, el clima, la poesía erótica. Al vaciar la primera copa la conversación pasó a tratar límites e intenciones eróticas para las próximas horas. Al vaciar la segunda copa abandonaron los sillones: Celeste y Mónica se pusieron a bailar.

Yo palpité como cuando quiero llamar la atención de mi portadora. Ella me respondió dejándose quitar la túnica por Celeste, quien también se desvistió y botó los zapatos para estar más cómoda. Los señores las miraban desde el sillón. La mano de Celeste de pronto me buscó; la de Mónica buscó a mi colega entre los labios de Celeste. Se besaron, restregando tetas, vientre y entrepierna en el cuerpo de la otra. El anfitrión sugirió encaminarse a la recámara.

Se intercambiaron. El de Mónica con Celeste, el de Celeste con Mónica. Yo recibí lengüetazos, huellas dactilares. No sabía lo que estaba pasando del otro lado de la cama king size con edredón negro y tampoco era que me interesara demasiado. A Mónica evidentemente sí, porque de pronto abandonó la lengua de Pedro para acercarse al otro par de entes lujuriosos que se gozaban. Tomó a Celeste de la mano, le sacó a su compañero del cuerpo y la acostó. Se abrazaron.

La cadera de Mónica buscó la cadera de Celeste; yo a mi camarada. El primer toque, el de reconocimiento, inquietó un poco a Mónica. La hice impulsarse de nuevo y más y más y más. Los hombres en la habitación desaparecieron. Desapareció Celeste. Desapareció Mónica. Para mí solo quedamos Clítoris de Celeste, suave y duro, húmedo y ligero como el pétalo de una rosa, y yo, hasta el orgasmo simultáneo y mi consiguiente descubrimiento de una nueva adicción.

Y colorín, colorado, el resto es leyenda. Por lo menos para mí.