HISTORIAS DEL CLÍTORIS (4)

Mónica Soto Icaza
Columnas
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Siempre sabemos cuándo fue la primera vez que hicimos algo; la primera vez que conocimos los dedos de un hombre, o la primera vez que el poseedor de un pene lo dirigió hacia nosotros para ejecutar aquel movimiento que activara los mecanismos de las represas adyacentes para inundarla mientras nos refrescamos de la fiebre de los cuerpos. Eso los Clítoris lo sabemos con certeza.

Lo que no podemos adivinar, o por lo menos, lo que no pude yo, Clítoris de Mónica, adivinar, fue que esa tarde de miércoles sería la última vez que me rozarían esos dientes, que me succionaría esa boca, que tendría un orgasmo en la punta de esa lengua.

Yo no podría adivinarlo porque parecía haber tanto amor ahí, que el alejamiento de Mónica y Leopoldo aparentaba ser imposible. Sin embargo, sucedió (lástima que Mónica y yo no pudimos quedarnos con el puro sexo del interfecto, irremediablemente pegado al señor).

Por eso hoy quiero contarte de esa última vez, porque Mónica y Leopoldo haciendo el amor provocaban alteraciones en el magnetismo de la tierra y le daban un significado nuevo a la palabra “sexo” en el diccionario.

Mi dueña y yo llegamos a su casa a las tres de la tarde. Escuché el “hola, amor” habitual de Mónica y cinco segundos después sentí el también habitual saludo de Polo en forma de apretón encima de mí. El sello característico del hombre era esa erección inmediata.

Mónica traía un vestido negro con cierre frontal a lo largo. Lo bajó para dejar la lencería negra con morado a la vista y que inmediatamente provocó la elevación consabida del individuo de la mirada luminosa y las pupilas de fuego.

Se abrazaron. Los labios no tardaron en sucumbir ante la también usual imantación. Los ombligos juntos, manos en las nalgas, ojos cerrados, roce de piernas. Pies paralelos.

Despedida

“Mejor hay que comer primero, ¿tienes hambre?”, lo escuché decir. “Tienes razón”, dijo ella, “la verdad estoy muy hambrienta, de comida y de ti”.

Se sentaron. El menú era chiles en nogada, palmitos, agua de guayaba con jamaica y vino tinto del Valle de Guadalupe.

No alcancé a escuchar bien la conversación, lo que sí sé es que hubo muchas risas y Mónica me apretó en múltiples ocasiones. Supongo que hicieron su aparición los usuales besos en el cuello.

Terminaron de comer. Él levantó la mesa. Ella se sentó en el sillón (¡si ese mueble gris claro de tela hablara!) y

Leopoldo se acercó a Mónica, se paró enfrente de ella. Ella estiró los brazos, desabrochó el pantalón, bajó los boxers y se metió el falo en la boca. Él hizo hacia atrás la cabeza, ella respiró profundo para no ahogarse y controlar las arcadas naturales de tener un objeto extraño tañendo la campanilla.

Campanas al vuelo y las nalgas de Mónica aterrizaron en el respaldo al tiempo que las rodillas crearon un vértice de 90 grados. Ahí fue cuando la fiesta inició para mí. La yema del dedo, la punta de la lengua, la nariz, la punta de la lengua, la nariz, la punta de la lengua, la nariz. Los terrenos a mi alrededor transmutaron en roca de cascada; su barbilla en canoa. Las piernas de Mónica en remolino entre las piedras.

Los pies de ella se entrelazaron en la espalda de Leopoldo, las manos detrás del cuello. Se encaminaron a la cama. Sin soltarse continuaron el ritual aéreo a un costado de las sábanas blancas. Copularon como dioses eternos, sin saber que esa eternidad les duraría tres días más y que su leyenda se esfumaría entre la nostalgia, el arrepentimiento y los recuerdos de la lascivia que confundieron con amor.

La despedida que no se sintió como despedida definitivamente para mí hizo historia.