LLAVES CHOCARRERAS

Volví a enfocarme en configurar a la persona en la que deseaba convertirme.

Mónica Soto Icaza
Columnas
soto.jpg

Soy el destilado de mi propia fórmula. Pero no siempre fue así. Este 2020 cumplo 16 años de haber renunciado al trabajo de nueve a siete, con dos horas de comida, tráfico infernal de ida + tráfico infernal de regreso, tarjeta deslizada minutos antes de la hora de entrada y después de la hora de salida, refrigerador, microondas y tuppers comunales, chismes de oficina. Tenía 24 años. Además de desempeñarme como editora en una revista electrónica de viajes, manejaba remotamente la imprenta que fundé un año antes y estudiaba una maestría: dos trabajos de tiempo completo y una meta personal.

Recuerdo muy bien el día en que cambié mi rumbo:

Llegué al estacionamiento minutos antes de las nueve de la mañana. Agarré el portafolio, bolsa y me bajé rápido por el boleto. Al querer intercambiar llaves del auto por pedacito de papel caí en la cuenta: las llaves colgaban alegremente del switch de ignición. Y los seguros estaban cerrados. Al mirar el reloj me di cuenta de que me saldría peor el descuento de medio día por checar tarjeta tarde que darle una propina a los del estacionamiento por llamar a un cerrajero. Así que les pedí encargarse de la situación, claro, con mi sonrisa más encantadora. Accedieron de buena gana.

Fue una jornada satisfactoria: escribí dos reportajes sobre la Patagonia chilena, corregí los artículos de mis colaboradores, revisé el diseño de unas páginas web de varios clientes, hice un trabajo de la maestría a la hora de comer, tuve una junta sobre las revistas impresas a relanzar, autoricé la impresión de unos volantes de mi propio negocio y salí, poco después de las siete, a checar tarjeta.

Antes de ir a casa debía pasar a una imprenta donde maquilaba algunos materiales para la mía y el cliente recogería al siguiente día. Manejaba mi Chevy blanco 1999 en el periférico, cansada, pero llena de adrenalina. Llegué a la imprenta diez minutos antes del cierre, me bajé del auto, recogí lo que había mandado a hacer… y ¡oh, sorpresa! ¡Las llaves estaban adentro de nuevo, colgando irreverentes del switch de ignición, ajenas a mi agotamiento y mi prisa! Más divertida que enfadada llamé a mi papá, quien me rescató bastante rápido.

Picaporte

Mi vida era: 5:30 levantarme, bañarme, arreglarme. 6:00 estudiar. 7:00 desayunar. 7:30 salir hacia el trabajo. Llegaba a las nueve a la oficina para hacer rendir el tiempo, lidiar con problemas, comer y hacer las tareas de la maestría de 14:00 a 16:00, salir de la oficina a las 19:00, llegar a la imprenta a las 20:00 a revisar los trabajos entregados y pendientes. A las 21:00 cenaba con mis papás y platicábamos un rato. A las 21:30-22:00 hacía algunos diseños, leía mis textos de la escuela, más tareas pendientes, asuntos burocráticos del negocio. 1:00 dormir. Así casi a diario.

Mis llaves chocarreras me abrieron los ojos a la necesidad de ser valiente y obedecer a mi continuo impulso de libertad. ¿Esto era la vida? Sí, estaba trabajando en algo que me encantaba. Sí, tenía un negocio que funcionaba bien. Sí, estudiaba la maestría que deseaba, pero ¿y la vida? ¿Y los tiempos para pensar? ¿Y los instantes para levantar la vista al cielo y gozar de las nubes y el viento en la piel?

Entonces durante una semana trasladé mis sentimientos y opciones de mi cerebro al papel, evalué, reflexioné, hice diversas listas de pros y contras y tomé decisiones; a fin de cuentas, el tiempo me pertenecía, así como las sentencias.

Renuncié a mi empleo (ese trabajo no era mi ideal, pero a veces hay oportunidades seductoras que pagan bien, aunque te alejan de tus objetivos) y convertí mi imprenta en exclusiva de libros. La maestría continuó igual. Poco después hasta cambié de novio, claro.

Y entonces volví a enfocarme en configurar a la persona en la que deseaba convertirme. Dieciséis años después aquí estoy: imprimo mis libros, colaboro en revistas, escribo, escribo, escribo y, sobre todo, comparto día a día la satisfacción de vivir en mi propio sueño, lleno de belleza, desafíos, altos vuelos y trancazos monumentales.

Quién diría que las llaves de un Chevy blanco 99 abrirían el picaporte hacia mi libertad.