MARIDO, NOVIO Y AMANTE

“Poblé los años de proyectos, de amores”.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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Tuve marido, novio y amante, en ocasiones más de uno. Al mismo tiempo. Porque creí que no se necesitaban excusas para compartir el sexo con quien a una se le diera la gana. Lo aprendí exactamente a los cuatro años de casada, la noche de mi aniversario de bodas, cuando me fui a la cama por primera vez con un hombre que no era mi esposo.

No siempre fui infiel. Me casé a los 26 años. Parada en el altar frente al sacerdote y la concurrencia pronuncié con absoluta convicción mis votos matrimoniales: “Prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y la enfermedad, y amarte y respetarte todos los días de mi vida…” Estaba enamorada a tal punto, que cuando lo miraba no podía creer que pudiera amarse así a alguien que hasta hacía poco era un extraño.

Duramos cinco meses de novios. En un viaje a La Habana donde hubo mucha poesía y mucho sexo decidimos que vivir juntos era una necesidad básica, pero gracias a mi impecable educación cristiana la unión libre no era una opción, así que de alguna forma lo obligué a que me propusiera matrimonio.

Seamos sinceros: ni la inteligencia más portentosa te salva del enamoramiento, sobre todo cuando esa inteligencia viene con una manera prodigiosa de hacer el amor. La tarde-noche que me dijo que se quería casar conmigo me escurrí sin piedad sobre él; dejamos la cama inservible para dormir de tanta humedad.

Pero a los dos años de casados mi flamante marido develó la naturaleza reydelafiesta de su glande y a mí me creció una fisura tamaño boquete en las fantasías juveniles del “hasta que la muerte nos separe”.

Pronto se me acabó la luna de miel. Mi estatus era: mujer de 29 otoños, dos años y medio de casada, primer hijo de doce meses de nacido, embarazada de tres meses de mi segunda hija. Vivíamos en una hermosa casa, descomunal para mi gusto, idiotamente diseñada con pisos de mármol y techos de doble altura en la zona más fría de la ciudad, sin calefacción y, sobre todo, sin espíritu, aunque es probable que con varios fantasmas; era un lugar poblado de corrientes de aire espectrales, en el que a pesar de la belleza nunca encontramos paz y donde se nos congeló el amor.

Fuego

Entonces, después de llorarle algunos días al duelo de mi ingenuidad, de burlarme de mis ilusiones de la familia feliz, descubrí que estoy hecha para gozar, para el placer de saberme absolutamente libre y que sus infidelidades resultaron ser el pretexto perfecto para experimentar con mi hasta entonces reprimida propensión a descubrir el cuerpo ajeno, el olor extranjero, la textura insólita, la voz exótica, la imagen forastera.

Pasó el tiempo, poblé los años de proyectos, de amores, de ser la madre que mis hijos necesitaban y yo en mi dolor de esposa me había dejado en última instancia. Llegaron el divorcio, la libertad, otro techo y otras paredes, una cotidianidad distinta. Llegaron también muchos cuerpos, sexos de otros colores, otras texturas, y con ellos nuevas dependencias.

Hasta que de pronto también esa cotidianidad se volvió incómoda y al fin pude encontrar la respuesta que estaba buscando: recuperarme a mí, no a la mujer que otros esperaban que fuera, sino esta que soy, la que ya no necesita marido, novio y amante para sentir que vale la pena (aunque sigo siendo una libidinosa irredenta —esa es una parte indispensable de mí).

Pertenecí a las expectativas ajenas, a los miedos herencia, a la opinión de los hombres, a la aprobación femenina, a la lujuria y la culpa.

Ya no.

Ahora pertenezco a mis ojos y a su constante aprendizaje del mundo. Y al fuego. El mío, por supuesto.