ORGULLO DE LIBERTAD

Te dieron dos opciones: o te cambias el nombre o abandonas el trabajo.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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Respirar hondo y profundo. Estirar el brazo derecho hacia el costado izquierdo del cuerpo, en línea curva, hacia la espalda. Pensar que tú elegiste tu camino, que este presente que vives es resultado de tus decisiones, de tus rompimientos, del irremediable quiebre que tu espíritu demandaba porque no te cabía dentro. Estirar el brazo izquierdo hacia el costado derecho del cuerpo, en línea curva, hacia la espalda. Apretar fuerte, como cuando consuelas a alguien que amas con un abrazo después de un momento amargo.

Tragar saliva. Intentar diluir ese bocado amargo. Cerrar los ojos. Recrear en tu imaginación alguno de esos momentos felices o triunfales que te han iluminado tantas veces, tantas como te ha hecho falta en este tránsito tuyo con fisonomía de mujer. Cuando tu exjefe presentó uno de tus primeros libros y habló de la profesional colaboradora que fuiste; cuando te dieron ese diploma por haber sido bien calificada por tus alumnos, en aquella tu etapa de cinco años como profesora universitaria; cuando tu hija nació y lo primero que miró en el quirófano fueron tus ojos o cuando tu hijo dormía encima de ti y tú suspirabas al mirar su mano subir y bajar al ritmo de tu respiración.

Ha sucedido de nuevo: tu libertad resultó una afrenta. De nuevo la experiencia de constatar que en un mundo de signos de pesos los ideales son lo de menos; que para algunas personas la dignidad tiene un precio y, además, el precio de su conveniencia. Si es un negocio, ¿para qué te preocupas por defender quién eres? Si te van a pagar, ¿por qué hacer el berrinche de poner límites, por qué causas inconvenientes a quien debías servir con sumisión? El trabajo tiene un valor, un precio en el mercado; el poder mirarte al espejo con orgullo y satisfacción es invaluable: no existe un estante con el tamaño suficiente para ofrecerlo a la venta.

Crecer

Otra vez te toca limpiarte las lágrimas de rabia, de impotencia, de una tristeza extraña que no termina de ser tristeza del todo y se combina con un ligero temblor de manos en un corazón que se rehúsa a endurecerse para encajar en el entorno.

“Descubrieron” quién eres. Como si fueras una asesina serial, una traficante de personas, una vendedora de drogas duras afuera de una escuela primaria, ya sabes, algunos de esos integrantes de la sociedad que reparten terror y muerte en vez de construir o provocar sonrisas, tu trabajo como escritora de literatura erótica mancharía la reputación de una familia si tu nombre aparecía en el libro que escribías para ellos.

Te dieron dos opciones: o te cambias el nombre o abandonas el trabajo. Fueron amables, eso no lo negaremos. Disfrazaron de sugerencia una orden; de interés genuino un acto de conveniencia; de argumentos políticamente correctos a la discriminación. Ya se sabe que “el cliente siempre tiene la razón”, aunque no la tenga, que una mujer que ejerce su sexualidad con apertura es deshonrosa. Parecía muy sencillo: te pago por hacer algo, tú lo haces y sacrificas algo de tu dignidad, poquito, no tanto, para que yo esté tranquila y obtenga lo que deseo. Es un buen trato, no sé para qué ofenderse.

Percibiste un ligero aumento en tu ritmo cardiaco, un borbotón ácido que subió desde la boca del estómago a las papilas gustativas, una humedad incipiente en los lagrimales. Te removiste en la silla, buscando una posición más cómoda. Tragaste saliva, debías continuar con la junta. Al despedirte al fin tu cerebro hizo conciencia de que esas sensaciones correspondían a las reacciones fisiológicas de la agresión.

Entonces decidiste. Tu dignidad empezó a ganar poco a poco terreno, a serenar tu ritmo cardiaco, a neutralizar el ácido en el estómago, a secar tus lagrimales. Y volviste a crecer para no caer en prejuicios y recordarte que tu vida ha sido una consecución de batallas ganadas, un testimonio de orgullo. Orgullo de libertad.