PERDONAR

Un verdadero acto de amor no solo hacia el otro sino, sobre todo, para ti.

Mónica Soto Icaza
Columnas
Soto1043.jpg

Entré a la funeraria. La imagen en primer plano fue la cara que intenté evitar los últimos diez años. Ahí, parada entre la gente, estaba ella, con sus ojos verdes, su cabello perfecto, su altura de modelo: la prima maldita, la innombrable, la mujer con quien me engañó mi ahora exmarido.

Y también estaba yo ahí, sin una emoción inicial definida y mucha incomodidad en el corazón. ¿Qué clase de broma macabra era esa?

Me senté afuera de la sala para esperar el final de la misa de réquiem y a que la prima y su madre, también involucrada en la desagradable infidelidad, se largaran. Saqué el teléfono. Entre los mensajes de WhatsApp había una notificación: ¡mi libro se encontraba en la lista de los diez más vendidos de una librería que me fascinaba! Era un velorio y no podía brincar de felicidad, ganas no me faltaron. La alegría me distrajo momentáneamente del mal trago.

Acabó la ceremonia. Me asomé al salón. Saludé a los deudos. Al voltear hacia el sitio donde habían estado mis familiares indeseables noté que ya se habían ido.

Respiré profundo. Sonó el teléfono. Era mamá, quería alertarme de la presencia de las susodichas. “Demasiado tarde, ya las vi, mejor ya llega”, respondí, “y, además, si a alguien debería darle vergüenza el encuentro no es a mí”.

Me acomodé en un sillón. Mis vísceras apretadas entre un puño. Parte de mí se reía de la broma macabra del destino, parte de mí decía que algún día debía suceder aquel encuentro, lo raro era haberme salvado de él durante una década.

Llegó mi mamá. La abracé. En ese momento la parentela irritante entró de nuevo. Quedaron a mis espaldas. Como mi mamá sí les hablaba, digo, se trataba de su hermana y su sobrina, las saludó. Yo las rocé con la mirada y fingí no verlas.

Libertad

En las múltiples recreaciones mentales de mi encuentro con ellas esa siempre había sido mi estrategia imaginada para lidiar con su aparición. En ese momento comprendí lo fallido de la táctica: se instaló en mí una incomodidad latente desde los poros, hasta mi hermoso y entallado vestido rojo.

Mi mamá y yo nos sentamos en un sillón al centro de la sala; ellas nos vieron y se fueron a uno de los extremos.

Platicamos unos minutos. Me dio sed. Me levanté con el vasito de plástico que traía en la mano hacia el filtro de agua, al otro lado de la habitación. Activé el dispositivo para servirme. En cuanto empezó a salir lo supe con la misma claridad del líquido: se viven muchas vidas en una sola existencia y lo sucedido hacía diez años entre mi marido y mi prima formaba parte de la memoria de una vida pasada.

Me di la vuelta con el vaso lleno en la mano. En vez de caminar a encontrarme con mamá me dirigí a la esquina del lugar donde tía y prima platicaban inmersas en sí mismas. Me paré enfrente. Dije: “Hola”.

Las dos me miraron al mismo tiempo con la misma cara de sorpresa/incredulidad/miedo. Seguro no querían terminar con la ropa empapada en un posible arranque mío de venganza. Pregunté: “¿Te puedo dar un abrazo?” La prima tomó mi mano y se levantó. Me dio un abrazo fuerte, largo, de esos en los que se te queda un fragmento del alma que recuperas cuando también vuelve a ti el aire.

Después de eso platicamos sobre nuestras vidas, divorcios, hijos, proyectos, temores, y más adelante sobre errores, aprendizaje y perdón. Yo creía que era posible perdonar a alguien vivo sin notificarle la actual ausencia del rencor sentido antes, pero esa noche de julio aprendí que mirar a los ojos, tomar de las manos y pronunciar esas palabras de olvido es un verdadero acto de amor, no solo hacia el otro sino, sobre todo, para ti.

Nos despedimos. No es que quiera tenerla en mi vida ni la invitaré de nuevo a las reuniones familiares, pero la ligereza de espíritu que gané me ha permitido caminar más cerca del cielo y más lejos del suelo. Sencillamente perdonar te hace libre.