PERVERSIONES COMPARTIDAS

Una coincidencia afortunada para unos y desafortunada para otros.

Mónica Soto Icaza
Columnas
Soto1027.jpg

Dos personas con las mismas perversiones merecen conocerse por justicia divina. Los dos somos amantes de los libros, del sexo, de los cuerpos diversos y ajenos; a los dos se nos da bien eso de gozar los días sin hacer demasiadas preguntas ni configurar complicaciones.

La primera plática fue políticamente correcta. Hablamos de su novia, de mis hijos, de su exmujer, de su trabajo y del mío, de mi marido. Ambos teníamos vidas rodeadas de gente amorosa y cotidianidades brillantes.

Empezamos a frecuentarnos por sexo. Éramos curiosidad y lujuria pura. Bien dicen que cuando eres feliz te conviertes en un imán para la gente; la estabilidad, las sonrisas, el brillo en los ojos son lo más atractivo que existe y por eso él y yo comenzamos a abrazarnos más allá de las piernas, a escuchar nuestras palabras más allá de los gemidos.

La siguiente semana fuimos a comer. Me puse una blusa con escote exagerado y una chamarra cerrada hasta el cuello. Ya casi para terminarnos el café y el postre de pronto bajé el cierre para dejar al descubierto mis tetas casi al aire y percibí cómo se tuvo que acomodar la erección debajo del pantalón. Sus ojos se concentraron en mi cuerpo, la conversación desapareció y lo que siguió fue exuberancia.

Subimos a su casa, esta vez con la certeza de que al fin sucedería lo que ambos deseábamos desde hacía varias semanas. Antes de irnos a la cama me aclaró que no buscaba una relación seria, estaba enamorado de su novia y no pensaba cambiarla; yo le dije que yo tampoco buscaba una relación seria por el simple detalle de que tenía marido.

La información que omití fue que en esa época había yo leído un libro de una mujer que conoce a alguien y se acuesta con él solamente porque era famoso. Cuando él empezó a buscarme yo quería poner una palomita en mi checklist: ingenieros, médicos, poetas, productores, músicos, actores, matemáticos, químicos, físicos, dentistas, periodistas, editores, locutores, sicólogos, sociólogos, lingüistas, economistas, politólogos, arquitectos, profesores, historiadores, filósofos, escultores, pintores, chefs, artesanos, contadores, arqueólogos, enfermeros, traductores, biólogos, administradores, bibliotecarios, técnicos, vendedores, abogados… pero me faltaba alguien a quien reconocieran en la calle. Era mi oportunidad.

Confesión

No niego que él me atraía más allá de ese jueguito erótico, una consideración insignificante dada mi tendencia a la pluralidad masculina. Eso sí, mi compañero era la prioridad. Incluso tenía la regla no escrita de no hacerle sexo oral a hombres que no fueran mi marido. Algún privilegio debía conservar.

Esa noche no descansé. La adrenalina amenazaba con enloquecerme. Antes de dormirse me envió un mensaje: “Sueña conmigo”, al que yo respondí: “¿Cómo voy a soñar contigo, si la adrenalina provocada por ti no me deja dormir?”

Viví el insomnio soñando despierta con la sensación de sus manos, con la imagen de los dos frente al espejo, donde veía cómo me hacía rebotar al penetrarme; mi mirada de lujuria, el color de su piel, de sus ojos. En la mañana mi sonrisa no podía ocultar que algo extraordinario había sucedido la tarde anterior.

Nada te prepara para algo así. Me asusté y decidí que dejaría de verlo para que se me pasara el enamoramiento inminente y no entrar en esa zona de peligro que quienes somos sistemáticamente poliamorosos conocemos bien.

Sin embargo nos encontramos de nuevo. Una vez y otra. Él me confesó que estaba enamorado. Yo le confesé que estaba enamorada. Y así, como una coincidencia afortunada para unos y desafortunada para otros, nos volvimos indispensables: un hombre y una mujer que irrumpieron en la existencia del otro para experimentar cómo se siente gozar del amor de tu vida.