PIEL Y PAPEL

Lo más importante de mi vida ha sucedido frente a una mesa.

Mónica Soto Icaza
Columnas
Soto1019.jpg

Lunes Me levanto diez minutos antes que el despertador. Mientras me lavo las manos después de descargar la vejiga y antes de revivir a mi cotidianidad te veo en mi boca: tus labios permanecen en una pequeña hinchazón de mi bermellón inferior, carmesí intenso como huella de tus besos. Sonrío. Vuelves a hacerte presente en esa imagen que me devuelve el espejo del baño. Ahora no son tus labios lo que veo en mis labios sino tus pupilas en mis pupilas, con ese movimiento veloz de ojos de cuando me hablas de tus recuerdos, del mapa vocal de tu deseo por mí, de algo que te emociona, y tu mirada transmuta en la de un niño contando el más hermoso de los sueños. Cierro la llave del agua. Me dispongo a confeccionar el día. No sé cuándo volveré a verte. De pronto, al secarme las manos, descubro que también sigues en mi muslo izquierdo, bien aferrado en forma de un breve moretón con la morfología de tus dedos.

Domingo Llego a tu casa con tu ropa de dormir puesta y el cambio con el que transitaré la jornada en las manos. Entro sin tocar. Te encuentro a un lado de la cama. Me abrazas de la cintura. Las palmas de tus manos comienzan a bajar hacia mis nalgas. Nos damos un beso de saliva desvergonzada. Dejo los jeans sobre el sillón. Me acuesto. El edredón de plumas es tan suave que me dan ganas de echármelo encima. Hace frío. No hablamos más de seis palabras cuando ya estoy pegada a tu cuerpo, restregándote las tetas en el pecho. Tú vuelves a estrujar mi derrier; activas la correlación entre esos apretones y mi humedad que resbala amenazante hacia tus sábanas de satín. Vuelvo a darte los buenos días, esta vez con el regocijo de mirar tu gesto de sexo, tus ojos entrecerrados, los latidos de tu corazón. Te cabalgo. Me anegas. Nos levantamos y abres la regadera. Vas hacia la cocina y rescatas los restos del café molido que reposan en tu cafetera. El agua está muy caliente. Quedo empapada, del cabello y entre los muslos. Me alcanzas. Incorporas al café el jabón líquido de coco que guardas en una botella de vidrio. Recoges con cuatro dedos lo que puedes y me acaricias completa. Mi epidermis se pinta de negro. Te beso de tanto en tanto. Pides que me enjuague. Desobedezco. Me restriego en tu espalda. Te agarro desprevenido. No puedo verte el rostro. Tengo la certeza de que sonríes. Me haces el amor de nuevo, empinada hacia el espejo de tu cuarto de baño. Amo mirarme rebotar, la imagen de tus pies junto a los míos en el piso. Me mareo. Te mareas. Apagamos la regadera.

Sábado Las 16 horas que estaremos juntos inician a las 11:30 de la mañana. Nos encontramos en el vestíbulo. Tú con pantalón beige y chamarra café, botas de ante. Yo con vestido morado, medias negras, zapatos de charol. Caminamos de la mano mil 600 metros hasta el restaurante donde desayunaré unas enchiladas de mole y tú unos huevos a la mexicana con machaca. Lo más importante de mi vida ha sucedido frente a una mesa: propuestas indecorosas y de matrimonio (si no es que son la misma cosa), conversaciones que cambian rumbos, rompimientos liberadores. La comida y el vino como vehículos para la felicidad. Platicamos tanto que de pronto miramos el reloj: son casi las tres de la tarde. Emprendemos el regreso a tu casa. Nos sentamos en la sala a charlar. No decimos más de cuatro palabras y ya estoy desnuda de nuevo, con la espalda en el sillón y tus fauces en plena búsqueda de la piedra filosofal entre mis piernas. Miro hacia la ventana. Es una tarde anubarrada. Y las nubes brillan. Cierro los ojos, suspiro. Me deleito con el placer de escribir las páginas de esta nueva historia. En el papel y en la piel.