POETA AL PIANO

Cada nueva pieza conquistada es motivo de fiesta.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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Los delirios definen nuestro paso por el mundo. Nos podemos creer posibilitados a ignorarlos pero se imponen siempre, sobre todo en los momentos en que creemos tener el control. Eso me sucedió a mí con el piano. La vehemencia por el piano y la poesía me nacieron casi al mismo tiempo. Tenía 14 años. Uno y otra han formado parte de mis días, aunque confieso que durante muchos años fueron la poesía y los libros que la contienen mi proyecto de vida.

A los 17 años, al momento de elegir a qué me dedicaría la vocación fue clara: sería escritora, estaba segura de ello desde los 15; pero la única licenciatura que me seducía, además de periodismo, era la de piano de la Escuela Nacional de Música, institución que me robó a mi maestro, Ricardo Vázquez Salinas, cuando lo nombraron secretario general académico, imposibilitando así que yo pudiera seguir tomando clases con él.

Durante años intenté retomarlo con otros profesores pero con ninguno me entendí. Fue así que aprendí que conocer a Ricardo y a su esposa, Martha, quien me enseñó a leer la música, había sido uno de esos golpes de suerte que suceden una vez en la vida. Los años que estudié con ellos me llevaron a conciertos memorables y a un repertorio de piezas clásicas, contemporáneas y new age que convertían a cualquier piano que apareciera en mi camino en juguete bajo mis manos. Sirva esto como homenaje para ellos.

Entré a la universidad, empecé a trabajar, fundé Amarillo Editores, hice una maestría, me casé, tuve dos hijos, escribí un bestseller, me divorcié, me enamoré de nuevo. Aunque el piano siempre estuvo ahí, en la sala de la casa, dispuesto a que yo lo abriera, pusiera mis dedos en sus teclas y lo volviera a la vida, tengo que decir que lo abandoné durante largas temporadas.

Amor

La primera vez que intenté recuperarlo me di cuenta de que tal vez lo había perdido para siempre. Mis ojos leían la música, mi cerebro entendía las notas, pero mis dedos hacían lo que se les antojaba. Entonces lo abandoné un poco más, hasta que de las tres horas de mi repertorio solo era capaz de tocar una pieza: Return to the heart, de David Lanz, que por alguna extraña razón jamás se me olvidó.

Así fue como aprendí que el piano es más celoso que un novio: te deja si tienes la osadía de ignorarlo… y es mucho más complicado de reconquistar que cualquier hombre.

Pasaron los años. Llegó un momento en que creí que lo mejor era olvidarme de que alguna vez toqué, pero en mis tiempos más difíciles de desasosiego y soledad mi ser entero empezó a demandar sentarse frente a las teclas y hacer que mi amor por la música y el sonido del piano se impusieran. El 15 de diciembre de 2016, día de mi cumpleaños 37, me regalé uno; el que me acompañó desde los 14, mi compañero de alegría y frustraciones, regresó a casa de mis papás tras mi separación: mudarlo conmigo fue imposible dadas las condiciones del piso de madera del departamento a donde me fui.

El 30 de enero al fin llegó el piano nuevo, un mueble negro, eléctrico, que desde el primer instante se convirtió en mi objeto favorito. Los primeros momentos a su lado fueron la antítesis del éxito, volver a sentir que mis dedos habían perdido la música me causaba mucha tristeza. La diferencia es que ya tenía ahí el instrumento para olvidarme de los pretextos.

Comencé a tocar todos los días, media hora en la mañana y una hora en la noche, y así, las teclas y mis dedos volvieron a coincidir con las notas escritas en el pentagrama, y mi amor hacia lo que escuchaba resurgió como hacía 23 años.

Desde entonces cada nueva pieza conquistada es motivo de fiesta; es mi recordatorio de lo caro que cuesta pretender olvidarse de las pasiones: tarde o temprano volverán en forma de insomnio a golpetearnos las yemas de los dedos.