RÉQUIEM A UN AMOR

Nos encontramos a la mitad de una época con vocación de eterna.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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Los mediocres y los grandes. Los tenues o los incandescentes. Los pasajeros y los perpetuos. Los de fayuca o de tienda departamental. Los amores son golpes de suerte disfrazados. ¿De buena suerte? ¿De mala suerte? Depende del contexto y el desenlace.

El nuestro fue un golpe de suerte de los buenos. Hallazgo inexplicable. Casualidad desafiante, nos encontramos a la mitad de una época con vocación de eterna, pero con la rebeldía suficiente para cambiar por accidente la vida de varias personas. Así fue como las palmas de sus manos embonaron con las líneas de la vida de las mías y nos volvimos indispensables.

La advertencia de nuestra primera plática de próximos amantes en la mesa de un restaurante de mariscos hoy se asoma sin timidez para burlarse: “No estoy buscando una relación seria, me gusta mi novia”; “Yo menos, soy feliz con mi marido”. La curiosidad, sin embargo, encaminó mis tacones a la duela de madera clara de su departamento y luego al contraste con el techo de su habitación sobre una colcha gris de satín. Su sexo en mi sexo. Sus pupilas en mis pupilas. Su mente en mi mente. De pronto se nos descuadró la cotidianidad.

No hubo prisa ni dramas; bueno, tal vez algunos dramas, ninguno digno de Sófocles. Los encuentros esporádicos se convirtieron en semanales, los semanales en una declaración tres meses después: “Estoy enamorado de ti”. La declaración se hizo insomnio, el insomnio transmutó en certeza, la certeza en pacto con el destino. Pasamos del “no quiero nada serio” al “quédate conmigo hasta la muerte”.

Silencio

Los días demostraron entre suspiros y sonrisas la afirmación de Jung: “El encuentro de dos personas es como el contacto de dos sustancias químicas: si hay alguna reacción, ambas se transforman”. Los dos recuperamos la fe. Compañeros de aventuras sobre camas, en asientos de avión, auditorios, cines; cómplices de lecturas en libros de papel y tinta o electrónicos, en otras pieles y ojos nuevos; camaradas de vino y comida, de sabores sorprendentes en lugares desconocidos y familiares. Compinches de travesuras, fantasías, carcajadas, andanzas.

Parecíamos tan sólidos como la Piedra de sol de Paz. Nos desnudamos de los nombres para ser nada más que dos ejemplares de la raza humana viviendo una temporada en la gloria, un tiempo robado al sufrimiento, aparentemente lejano. Hasta que nuestra verdadera condición hizo acto de presencia y entonces nos descubrimos frágiles como el silencio. Apareció el silencio, se apoderó del sitio de los brazos y develó su naturaleza victimaria.

Entonces lo supe: cualquier murmullo nos rompía. Vulnerables como el vidrio a 100 grados centígrados, nos quebramos a la mínima variación de aire. Creíamos que no existía hombre o mujer que pudiera separarnos y erramos con soberbia e imbecilidad: éramos él y yo.

“Eres el amor de mi vida”, le escribí la noche de ayer antes de dormir. Es verdad. También es verdad que nada hay más sabio que despedirse del otro antes de que el amor deje de ser amor, antes de que permanecer signifique quebrarse para ocupar un molde demasiado estrecho para respirar.

Por eso nosotros somos ese golpe de buena suerte que colisionó para crear miles de madrugadas de sueños entrelazados y cuerpos humedecidos de sudor y semen que revientan en partículas para crear estrellas. Sé que nuestro amor seguirá brillando en el firmamento mucho después de la muerte.