SEXO SALVADOR

“El miedo a las emociones cuesta vidas”.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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No fue un as bajo la manga: el truco secreto estaba entre mis piernas. En ese entonces ya lo intuía, aunque el volado podía ser de vida o muerte, por eso me tardé tanto en lanzar la moneda al viento.

“Estás obsesionada con el sexo”, opinan unos. “Con esas fotos atrevidas nadie va a tomarte en serio como escritora”, juzgan otros. Tanto el dictamen de los primeros como el veredicto de los segundos cargan con una lógica irrefutable. ¿Cómo no estar obsesionada con una cuestión tan personal y común, tan profunda o superficial como la diversidad de sus ejecutores y jueces? ¿Cómo confiar en la sensatez de una sociedad de doble moral que se asusta más con un pezón que con un decapitado y en la que la sangre de un accidente brutal sí puede difundirse sin pudor y la menstrual es algo de lo que se habla solo si tienes mal gusto?

Y luego nos sorprendemos de las múltiples manifestaciones de la represión sexual en la cotidianidad: matrimonios fallidos, homofobia, asesinatos, insatisfacción, baja autoestima, feminicidios, trastornos mentales, culpa, violencia, neurosis, estrés, deseos de revancha, infancias rodeadas de crueldad, pederastia clerical… todo lo reprimido explota de diferentes maneras, por eso es tiempo de empezar a curar a nuestro hermoso y sufrido mundo de malcogidos, antes de que lo políticamente correcto logre sepultar los remanentes de humanidad en nosotros.

No estoy proponiendo convertir las fiestas en orgías ni los matrimonios monógamos en relaciones abiertas; ni el acoso como forma de seducción, ni eliminar los límites del respeto entre personas, ni ir encuerados por las calles. Sugiero un conocimiento más profundo de los gustos, fantasías y perversiones individuales para traerlas a un nivel más consciente, trabajar con ellas y elegir con libertad y responsabilidad cómo se desea vivir. El miedo a las emociones cuesta vidas.

Remedio

El truco secreto para mi felicidad estaba, como dije antes, entre mis piernas. Hija menor de una familia casi conservadora, la sexualidad era tema prohibido: “A las mujeres fáciles nadie las quiere, solo las usan para jugar, no se casan con ellas”. El matrimonio y los hijos eran el único camino posible y mi virginidad sería el regalo para el hombre que me eligiera, por eso debía cuidarla como al tesoro más preciado.

Con la adolescencia llegaron los impulsos eróticos normales en una persona sana de esa edad. Con ellos acudieron los primeros novios; con los primeros novios los primeros encuentros con pieles ajenas, las primeras humedades vertidas en la ropa interior, los primeros orgasmos involuntarios. También se instalaron los miedos: a decepcionar a mis padres y maestros, a caer en la tentación de dejarme ir para gozar de mi cuerpo y las sensaciones en descubrimiento. En mi inconsciente se fusionaron dos ideas contrarias: la del erotismo, con la del temor al qué dirán, la culpa y la necesidad excesiva de control.

El resultado no fue desastroso. Llegué a adulta con conducta moderada al respecto, hasta que un buen día descubrí que respiraba como con una piedrita en el zapato y en mi afán de encontrar el motivo de mi incomodidad hallé esa amenaza velada que representaba para mí el sexo. Y le puse remedio.

Luego, el sexo me arruinó la vida. Después, el sexo me salvó la vida. El primer anillo de compromiso en mi dedo llegó durante una sesión de sexo ebrio, seguida de una boda que años después transmutó en divorcio. El segundo anillo en el mismo dedo, desde diferente mano, llegó por mi manera irreverente de interactuar con el sexo. Y para culminar con orgasmo de oro, el sexo es el tema, en forma de fantasías narrativas, poéticas y periodísticas, que pone la comida en mi mesa. Y todavía hay quien piensa que es una frivolidad y debería yo estar escribiendo algo que de verdad valga la pena. Para mí vale toda la alegría.