UNA HISTORIA DE AMOR

“Un pentagrama para escribir la música de esta memoria”.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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Se nos desarticuló el espacio-tiempo. Éramos dos destinos sin posibilidad de roce. Entonces nuestras manos transmutaron en material magnético, con la nieve en la cima de los Alpes a punto de sucumbir al sol del verano como testigo.

La mañana de aquel día desperté con la certeza de los inocentes. Emociones estables, futuro estable, pareja estable. Me bañé con el champú de fresas con coco y el aceite de ducha con aroma a almendras, acaricié mi piel con el ímpetu de las personas que creen haber domado los asombros. Salí de la regadera. Mi sonrisa en el espejo, el “qué guapa te ves” que me digo siempre como afirmación para la autoestima.

Bloqueador solar, crema, desodorante. Cepillé el pelo con calma, escurrieron algunas gotas por mi cuello, el espacio entre mis pechos; sentí la cosquilla de otra en alineación perfecta con la línea de mi espalda. Cubrí mi desnudez con un vestido rojo de escote pronunciado, muy largo, con dos aberturas en cada pierna, de esas prendas con el riesgo de mostrar algo desafiante del pudor latente a cada paso. “Demasiado elegante para una turista en los Alpes suizos”, dijo él. Sonreí.

Bajamos a desayunar. Jugo de naranja, sandía en rebanadas, carnes frías, quesos, huevos duros, café con leche. La conversación solo sucedía dentro de mi cabeza, teníamos meses sentándonos a comer en silencio, como si se nos hubieran acabado las palabras. El señor de la mesa de atrás masticaba con la boca abierta mientras se mandaba mensajes de WhatsApp con una mujer prohibida; lo supe por la forma en que tragaba saliva, nervioso, cada vez que recibía respuestas.

Del lado izquierdo una señora eligió yogur natural y musli, le preguntó a la mesera con voz ansiosa si la única fruta disponible era la sandía. La cajera apretaba botones, al parecer los años de práctica la hicieron experta en cobros. Los pí-pí-pí debajo de sus dedos sucedían a velocidad sorprendente. Un hombre se puso gel antibacterial en la entrada del restaurante, el motorcito del dispensador se activó dos veces, el segundo chisquete cayó en la alfombra.

Terminamos y volvimos a la habitación para despedirnos. Él se iría al trabajo, yo a explorar la pequeña ciudad a donde decidí acompañarlo para encerrarme a escribir una nueva novela. Beso, abrazo y “hoy llego tarde, tengo una cena imperdible”. Hasta luego. Suspiré. Puerta cerrada. Tenía doce horas de soledad por delante.

La vida entera

Me lavé los dientes, agarré mi backpack con algo de dinero, cepillo y lentes de sol. Salí. El viento elevaba las faldas de mi vestido. Caminé hacia el río, caudaloso y de azul inverosímil para una habitante de un país de ríos como cloacas. Ahí te vi por primera vez, eras un gigante de nieve, rubio, ojos cafés. Guten morgen, saludaste. Hello, respondí.

Tu acento entre alemán e inglés me dificultaba entenderte; el mío entre español y algo parecido al inglés te dificultaba entenderme. Caminamos juntos por el sendero para los exploradores de las montañas durante tres horas, nos contamos la vida entera. Así supe que aún me pertenecían las palabras, nada más me hacía falta hallar a un interlocutor interesado en escucharlas.

Nos besamos en las esquinas de los edificios. Me llevaste a tu casa, convertimos tu estancia en terreno de vendaval, me dijiste en alemán cientos de palabras que no recuerdo, te dije en español cientos de palabras que seguro no recuerdas, dibujaste en mi espalda un pentagrama para escribir la música de esta memoria.

Me acompañaste a la puerta de mi hotel. Nuestras manos se negaban a poner aire de por medio, el hallazgo era demasiado perfecto. Un beso y otro beso y otro beso después vimos que se acercaban las luces de una camioneta conocida. Llegó el momento de decirte auf wiedersehen.

Y como cantó Ricky Martin, “la vida debe de continuar/ pero sin ti/ todo se quedó por la mitad”.