Aterrizo en la primera escala hacia Frankfurt, donde poseeré durante cinco días un espacio de dos por dos metros habitado por libros que alguna vez fueron ideas sueltas en mi imaginación, furia en necesidad de explosión en vocablos, sueños guajiros, manuscritos, borradores, cajas de texto en una pantalla y luego en una página; historias encuadernadas en hot melt.
El aeropuerto de Madrid-Barajas recibe mis pasos en la terminal uno junto con mi ansiedad, mis emociones casi desbordadas y mi esperanza. La vida de aventurera editorial que elegí es tan fenomenal y asombrosa como solitaria.
El avión se detiene en la puerta uno luego de diez horas de vuelo en las que vi dos películas, comí cena y desayuno, leí la novela debut de una autora española y dormí. Las horas en el aire engañan al cuerpo para seguir con la vida como si no te hubieras brincado ocho horas volando sobre el océano. Abordo el siguiente avión. Cierro los ojos apenas despegamos del suelo; los abro cuando me sirven el segundo desayuno del día.
La sofisticación del aeropuerto de Frankfurt me recibe. Camino hacia la banda de equipaje. La pantalla me da la bienvenida con la noticia de que las maletas tardarán una hora en salir. Aprovecho para comprar e instalar un chip telefónico para no desconectarme del todo y ser práctica; cuando cargas con dos maletas de 32 kilos necesitas decidir bien tus movimientos para no terminar con la columna vertebral deforme y los hombros contracturados. También cuando el centro de exposiciones tiene once halls e infinidad de áreas comunes en 439 mil metros cuadrados. ¿Te imaginas arrastrar 64 kilos sin saber a dónde vas?
Tomo un taxi. Los colores del otoño en los árboles, en armonía con el cielo azul, nítido, me hacen sonreír. Ya no me pregunto qué hago aquí: siento la certeza de que es donde tengo que estar.
Gusto culposo
Son las once de la mañana y el check in del hotel es a las tres. Meto en la maleta más grande lo que no llevaré a la feria; en la otra, cinco ejemplares de cada título, separadores de libros, bases acrílicas, los posters para las paredes; me pongo el abrigo y camino hacia la famosa sede de la feria: Messe Frankfurt, a 15 minutos a pie.
Al fin tengo enfrente el stand 5.0 B119: cuatro metros cuadrados de paredes blancas, los estantes en el suelo al fondo, y una mesa con dos sillas y un bote de basura encima, embalados, el mobiliario que renté para vestir el espacio. Vacío la maleta. Me doy cuenta de que se me olvidó la cinta adhesiva en el hotel y no podré colocar los posters; además, las paredes se ven grandes y vacías y nada más tengo siete, así que decido ir a imprimir otro juego. Diez mil pasos después los tengo entre las manos. Me voy al hotel. Ya son las tres cuarenta de la tarde y ¡al fin! llego a mi habitación.
Transito la tarde salvando mi ropa de las arrugas, en un centro comercial, maravillada con las calles de Frankfurt. Llegan las nueve de la noche y decido que es la hora de dormir.
Pongo la cabeza en la almohada y caigo en menos de tres segundos. Cinco horas después despierto, mis ritmos circadianos no se han dado cuenta de que aquí es de noche. A las seis diez el sueño vence. El despertador sabotea al sueño a las siete.
Llego con prisa a Messe Frankfurt, necesito vestir las paredes antes de las nueve, hora de llegada de los visitantes. La fila en la entrada exclusiva para expositores es de unos 50 metros, eso pasa cuando las proporciones desafían a tus conocimientos previos.
Y, heme aquí, sentada en el stand, escribiendo este texto mientras los asistentes miran mis frases en las paredes, sonríen traviesos y luego se sonrojan cuando los saludo, como sorprendidos en medio de un gusto culposo. No los juzgo, me regocijo al constatar que aquí y en México el erotismo sigue siendo travieso.