CARTA A MIS TETAS

Mónica Soto Icaza
Columnas
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Amadas tetas,

Me desnudo frente al espejo para mirarlas de frente. Quito la tela que se interpone entre ustedes y mis ojos para regocijarme en la imagen que rebota en mis pupilas.

Me encanta la paz de su descenso sobre mi torso, como dos gotas de miel que se escurren por las paredes del tarro para ser recogida con los dedos o con la lengua. Me gusta el contraste de sus colores beige y café oscuro; sus variaciones de densidad según el día del ciclo menstrual; hasta me gusta ese leve dolor que acude a ustedes horas después de una buena sesión de sexo. Me gusta recordar, al mirarlas, las sonrisas de los rostros que las han besado, aquellas succiones que se han vuelto memorables, dignas de inmortalizarse en una de mis tantas libretas para ser convertidas en ficción. En ficción erótica, mi género literario favorito.

Yergo la espalda para ponerles las manos encima. Suspiro. Las puntas de sus pezones coinciden con la línea de la vida en mis palmas, su textura hace cosquillear a mi epidermis como el contacto con la ropa cuando los dejo explorar el mundo con libertad aunque escandalicen a la gente y me obliguen a responder con un sarcástico “no tengo frío, se notan porque tengo pezones” cada vez que a algún brillante señor se le ocurre apuntar que se marcan a través de la blusa.

No voy a mentirles diciéndoles que acepté la pérdida de su firmeza y redondez con naturalidad y resignación, no. Después de amamantar obedecieron a la ley de gravedad y sucumbieron ante las bocas de mis lindos bebés, quienes absorbieron de ustedes leche, seguridad y vida, dejándolas en una posición de reposo y comodidad que he tardado años en adoptar con el amor necesario para mirarme y sonreír sin pensar en inconformidades ni cirugías estéticas.

Perfectas

El camino hacia la recuperación del amor por ustedes, mis hermosos pechos, empezó un junio de hace años. Me invitaron a un cocktail, para lo que me compré un vestido negro, de falda vaporosa, larga de atrás, corta de enfrente y blusa transparente de costados descubiertos. A usar, claro, sin brasier.

Para no ir desnuda por debajo de la ropa compré unas copas de gel color carne que se quedaban sujetas a ustedes con un potente adhesivo y en cuya etiqueta recomendaban usar un máximo de seis horas para evitar “reacciones adversas en la piel”. Me puse las copas, el vestido, y me dirigí hacia el lujoso y alto edificio donde daría lugar el acontecimiento.

Llamé la atención, parecía “un ángel muy sexy y muy negro”. Conversé, escuché los discursos correspondientes, bebí vino tinto, comí canapés, fui sintiendo el peso de las copas y un aumento gradual en la comezón conforme pasaba la noche.

Al llegar a casa lo primero que hice fue quitarme el vestido. Quedé parada frente al espejo de cuerpo entero. Ahí estaban mi cabello largo, liso; mi rostro con los ojos enormes maquillados con delineador oscuro; el cuello limpio, mis bragas de satín y encaje negros; mis piernas con el liguero donde coloqué el móvil y las llaves de la casa; y en ustedes, mis hermosas tetas, las copas de gel, desentonando con la imagen: les faltaba el color de mis pezones y el rastro de cada uno de los días que las he disfrutado.

Me quité las copas con cuidado, limpié el adhesivo remanente y las tiré a la basura para no volver a tener la tentación de usarlas: ustedes eran perfectas así, tal cual. Entonces entendí que los senos son mucho más que fuente de vida infantil y, por supuesto, mucho más que armas de seducción adulta: son testimonios de miedos superados, de empatía y lucha.

Por eso hoy quiero seguir transitando por la vida con los pezones en alto, orgullosa de ustedes, mi par de tetas. Prometo darles muchas más historias épicas por recordar.