Les voy a ser sincero: en caso de que llegara a suceder, yo estaría completamente a favor de una intervención de Estados Unidos para derrocar al grotesco régimen dictatorial de Nicolás Maduro.
El problema es que incluso si esto ocurriera no existe ninguna garantía de que abriría las puertas a un futuro democrático y próspero para Venezuela. ¿Trágico? Sí. Pero la vida es cruel y la geopolítica es una perra.
La razón para bajar nuestras expectativas sobre el futuro venezolano es sencilla: durante más de una década Maduro y sus compinches han construido una fortaleza autocrática lo suficientemente enredada como para blindar a su dictadura y volverla (casi) indestructible.
A simple vista esta aseveración parecería un sinsentido. Todos hemos visto horrorizados cómo Venezuela se transformó de uno de los países más prósperos del hemisferio en uno que vive la contracción económica más catastrófica de la historia moderna. Sabemos que desde hace años registra una crisis humanitaria sin precedentes, con hambruna generalizada y una migración masiva que expulsó a más de 25% de la población del país. Sabemos también que estamos frente a un siniestro narcogobierno que reprime diariamente a su sociedad, hoy al borde de un estallido social.
Bajo estas circunstancias, uno imaginaría que Maduro se encuentra al límite. Que bastaría un simple empujón —interno o externo— para volcarlo de una vez por todas al proverbial basurero de la historia.
Pero el académico Javier Corrales (Ciencia Política en Amherst College, Massachusetts) advierte en su reciente columna en The New York Times que el hecho de que Maduro haya sobrevivido a toda clase de conspiraciones y presiones responde a una arquitectura corrompida que hoy cimienta a su régimen.
Nudo gordiano
Corrales explica que durante los últimos doce años Maduro ha creado un sistema político de dos niveles. El primero es el clásico andamiaje de una dictadura bananera: reprimir a la sociedad mediante un control feroz y cuasitotalitario. O sea, ser el típico dictador hijo de puta. Esto ocurrió de manera gradual. Conforme empeoraba la economía y crecía el enojo social, menos democrático y más dictatorial se volvía su gobierno. Para 2024 Maduro abandonó toda fachada democrática al robar descaradamente las elecciones y desatando su violencia contra el movimiento ciudadano que surgió como respuesta.
Pero el segundo nivel del andamiaje autoritario es aún más importante. Porque de manera paralela a su represión autocrática Maduro estableció una amplia red de corrupción y contubernio para entregar favores, influencia y capital entre una casta dorada del politburó venezolano. Esta estructura de podredumbre convirtió a este grupo privilegiado (ya sean militares o burócratas de alto nivel) en accionistas directos de la dictadura. Dicho de otra manera, los hizo socios interesados en la supervivencia del régimen y en la permanencia del statu quo.
Este segundo nivel es lo que podría enmarañar una transición democrática en caso de que un día —por un milagro o por una bala de los marines estadunidenses— el dictador simplemente dejara de respirar.
Porque incluso con el dictador fuera del poder la estructura de su régimen permanecería intacta. Las cortes seguirían repletas de chavistas; los colectivos, ideologizados; las élites militares, atrincheradas en sus cuarteles; los burócratas del viejo politburó, enquistados en cada nivel del gobierno; las bandas del narcotráfico, operando a sus anchas; y la economía, reducida a ruinas.
Es indudable que ese nudo gordiano —enmarañado y retorcido con corrupción durante años— será el factor clave que evite un retorno inmediato a la democracia.
Pero nada de esto debe evitar que los gringos, la sociedad o quien usted guste o mande le aplique al maldito de Maduro alguno de los “ierros” de los que hablaba Gonzalo N. Santos: “encierro, destierro o entierro”. ¡Recen por eso!

