CRÓNICA DE UN GIGANTE QUE SE NEGÓ A MORIR

El viejo Toreo
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Solo se vive una vez.

Durante décadas el Toreo de Cuatro Caminos fue más que un edificio: fue un punto cardinal emocional de la zona norte del Valle de México. Un domo descomunal recortado contra el cielo gris del Estado de México, una especie de platillo volador varado entre el tráfico, los microbuses y los puestos de garnachas. Pero como todo gigante urbano, su vida estuvo marcada por el esplendor, la decadencia y la disputa permanente entre la nostalgia y la modernidad.

El Toreo había nacido en 1947 para seguir la tradición taurina que ya existía desde el antiguo Toreo de la Condesa, pero con el paso de los años se convirtió en algo mucho más grande que una plaza de toros: fue foro de box, escenario de lucha libre, centro de espectáculos, circo, jaripeo y lugar de reunión para varias generaciones que crecieron viendo cómo ese domo metálico brillaba bajo el sol como un monumento a otra época. Su arquitectura distintiva —la gran cúpula plateada— lo dejaba ver desde kilómetros de distancia; era imposible perderse: “Bájate en el Toreo”.

Sin embargo, como tantas construcciones del siglo XX mexicano, el Toreo tuvo que enfrentar una larga agonía provocada por la desatención, el caos urbano y la pérdida del interés por los espectáculos que solía alojar. A finales de los noventa ya se veía viejo, cansado, con filtraciones, con butacas rotas, con un olor permanente a humedad y a historia. En 1995 dejó de operar como plaza de toros y, desde ahí, su destino quedó suspendido en un limbo extraño. El monstruo seguía ahí, imponente, pero cada año más vacío.

La zona de Cuatro Caminos, una frontera invisible entre la Ciudad de México y el Estado de México, empezó a transformarse con un crecimiento desordenado: paraderos de transporte saturados, centros comerciales improvisados, tianguis y terminales que hicieron del lugar un nudo urbano colosal. El Toreo, que alguna vez fue símbolo de modernidad, comenzó a verse como un estorbo gigante en medio del tránsito. Lo que antes había sido identidad, ahora parecía obstáculo.

A principios de la década de 2000 empezó a hablarse con fuerza de su posible demolición. Y, como siempre pasa en México, surgieron dos bandos muy claros y opuestos. Ya ven cómo somos los pinches mexicanos: pederos como el que más.

Por un lado estaban los nostálgicos: los taurinos que recordaban memorables faenas; los vecinos que lo consideraban referencia vital; los que habían ido a circos, conciertos o funciones de lucha libre; los urbanistas que defendían su valor arquitectónico; los comerciantes que vivían del flujo de gente que la plaza atraía.

Del otro lado estaban los desarrolladores y las autoridades que veían en ese enorme cascarón metálico una oportunidad: el predio era valiosísimo, la zona necesitaba “modernizarse” y la plaza, según ellos, ya no cumplía ninguna función social ni económica.

Transformación

La decisión tardó años en concretarse, pero finalmente, en 2008, el Toreo valió madres: se iniciaría su demolición. Y así, poco a poco, el gigante fue cayendo. Las máquinas le arrancaron la piel metálica, la cúpula se abrió como un fruto seco, los escombros se amontonaron donde alguna vez miles gritaron, brindaron o lloraron. Para muchos fue un golpe emocional: el paisaje cotidiano había perdido a uno de sus guardianes.

Durante la demolición aparecieron miles de anécdotas. Hubo quienes se robaron pedazos de estructura como recuerdo. Hubo fotógrafos que documentaron el proceso como si se tratara de la desaparición de un animal mitológico. Hubo comerciantes que no sabían si su vida laboral tendría futuro sin el flujo que generaba la zona. Y hubo también quienes celebraron, convencidos de que el progreso necesitaba espacio para moverse.

En su lugar, empezó a construirse uno de los proyectos comerciales más grandes del país: Toreo Parque Central, un complejo desarrollado por Grupo Danhos, que apostó por darle una nueva identidad al lugar. Un centro comercial de lujo, oficinas, cines, boutiques, restaurantes y un diseño que pretendía, de algún modo, dialogar con el recuerdo del domo original. La gran cúpula fue recreada en una versión moderna: un homenaje arquitectónico que —según sus diseñadores— buscaba mantener el espíritu del Toreo. Para muchos, sin embargo, aquella cúpula moderna no era más que un gesto simbólico que no alcanzaba a llenar el vacío emocional.

La transformación de la zona fue inmediata. Nuevos flujos de transporte, la ampliación del paradero, la conexión con Periférico, los pasos peatonales, el reordenamiento vial. Todo cambió. El nuevo complejo buscó atraer a una clase media y alta que quizá nunca hubiera puesto un pie en el antiguo Toreo. Y así, la zona se convirtió en una frontera curiosa: un centro comercial brillante junto al caos habitual de transporte y comercio popular. Y muy pronto se volvió a llenar de pura pendejada. ¡Así es la vida!

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