Solo se vive una vez.
La tauromaquia, carajo, no es un jueguito de salón ni un circo barato para turistas. Es un ritual que arrastra siglos y que huele a tierra, a sangre, a miedo y a gloria. Es la liturgia más brutal y más bella que hemos inventado los humanos para mirarnos al espejo de la muerte. No hay Photoshop, no hay segundas tomas, no hay chingaderas de efectos especiales. En el ruedo la vida se juega a cara o cruz, y ese instante absoluto es lo que molesta tanto a los que nunca han pisado una plaza.
Hoy, en tiempos de indignaciones exprés y hashtags moralistas, resulta fácil llamar asesino al torero. La misma gente que babea con series de narcos o que se atasca frente al boxeo, donde dos cabrones se revientan la jeta hasta dejarla como puré de jitomate. Pero claro, ahí sí no hay pedo, porque el espectáculo viene con guantes, patrocinio y transmisión por streaming. En cambio, ver a un toro morir en la arena nos recuerda lo que no queremos aceptar: que la vida y la muerte están pegadas como dos amantes prohibidos, que no existe belleza sin dolor, ni gloria sin riesgo.
El toro bravo no es ganado común. No es la vaca que termina hecha hamburguesa en un McDonald’s. Es un animal criado durante años en libertad, en el campo, tratado como rey, alimentado con la reverencia de quien sabe que un día será protagonista. Vive mejor que cualquier perro de departamento que apenas ve el sol. Y cuando llega a la plaza, no lo hace como víctima: lo hace como guerrero. Tiene nombre, linaje, historia. Embiste con todo, con la fuerza de siglos de selección y con la nobleza de un dios pagano.
Sin la tauromaquia esa raza de toros se extinguiría. Nadie cría toros bravos por capricho ni para filetes. Existen porque existe el rito. Y al morir en la arena, el toro se convierte en símbolo. Su embestida es memoria. Su sangre es herencia.
La tauromaquia es arte. Y el arte, jodidamente, no siempre es amable. Un cuadro de Goya puede revolverte el estómago, un poema de Baudelaire puede parecerte blasfemo, una ópera puede sacarte lágrimas sin que lo entiendas. La tauromaquia pertenece a esa liga: arte que incomoda, que hiere, que no pide disculpas.
Cuando muere el toro, no se trata de sadismo. Se trata de tragedia. Una tragedia griega, donde el héroe sabe su destino desde el principio. El toro entra a morir, el torero entra a arriesgar la vida. Y ambos, en esa tensión insoportable, nos recuerdan lo que el mundo digital quiere borrar: que la muerte no es pantalla azul, que la sangre es real, que estamos hechos de carne.
Radicales
Lo curioso es que quienes más gritan contra la tauromaquia son muchas veces los que más consumen violencia disfrazada. Piden prohibir las corridas, pero se dan un festín con películas gore o videojuegos donde revientan cabezas a balazos. Se horrorizan del estoque, pero se tragan un bistec sin preguntarse cómo murió esa res en el rastro. Se indignan por el toro, pero ignoran al migrante explotado en el campo que recogió las verduras de su ensalada. El problema no es el dolor del animal: el problema es el espejo que la tauromaquia les pone enfrente. Y a nadie le gusta mirarse tan de cerca en el abismo.
La tauromaquia ha sobrevivido a dictaduras, revoluciones, prohibiciones y a miles de voces en contra. No es moda pasajera, es raíz. Ha inspirado a pintores como Picasso, a poetas como Lorca, a músicos que han puesto pasodobles como himnos de tragedia. Cada tarde de toros es una ópera en tres actos: el paseíllo solemne, la faena sublime, la muerte inevitable.
Podrán cerrar plazas, podrán prohibir ferias, podrán llenar de hashtags las redes, pero la esencia seguirá. Mientras haya un toro bravo dispuesto a embestir y un loco dispuesto a plantarle cara, la tauromaquia no morirá. Porque lo que ahí se juega no es política, ni economía, ni moral barata. Lo que ahí se juega es la eternidad.
Y esa es la otra historia de la tauromaquia. No es barbarie disfrazada de fiesta. Es la fiesta que desnuda la barbarie que ya llevamos dentro. Es el arte que recuerda que la muerte existe y que si la miramos de frente quizás entendamos un poco más de lo que somos.
¿Será que la humanidad ha perdido su brillo, su grandeza? Siempre podemos no coincidir como sociedad, pero la prohibición siempre trae consigo más problemas que soluciones. Algunas personas piensan que al prohibir contribuye a la mejora de la vida en el planeta: no se dan cuenta de que sus posturas son más radicales y más perjudiciales que las corridas de toros.