LA DICTADURA SUBREPTICIA

Dictadura
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La mejor estrategia para la supervivencia de una dictadura es simplemente no parecer una dictadura.

Esa lección la han entendido bien los regímenes iliberales que hoy proliferan en distintas partes del mundo. Desde Erdogan en Turquía hasta Viktor Orbán en Hungría, la fórmula es siempre la misma: un gobierno electo democráticamente comienza a mutar de manera discreta y subrepticia, haciendo cambios legales pequeños, graduales y muchas veces incomprensibles para la mayoría que apenas llaman la atención. Con cada paso, estos regímenes se alejan de su origen democrático y se acercan a un destino autoritario… ¡Y la población, ni enterada!

Aquí tienen el primer paso para ser una dictadura sin parecer una dictadura: la gradualidad. Nada de arrestos masivos, tanques en las calles o matanzas que despierten la alarma entre la sociedad. Basta con una lenta sucesión de ajustes que, acumulados, terminan por transformar el régimen.

Igual de importante es la narrativa. En ningún momento hay que ser explícito en las intenciones. Todo cambio antiliberal debe presentarse como un avance democrático, como una forma de entregar más poder al “pueblo bueno”, como una batalla contra las viejas élites corruptas que por años lo habían mantenido sometido y silenciado.

Obviamente todo esto es una fachada, un pueblo Potemkin retórico. En la realidad, las dictaduras subrepticias hacen todo lo contrario a lo que proclaman: desmantelan las instituciones del Estado, censuran medios de comunicación críticos, atosigan a empresarios, asfixian a la sociedad civil, atiborran las cortes con jueces leales y obedientes, atizan el fuego de la polarización y concentran cada vez más poder en el partido hegemónico.

Arrebatos

De aquí la importancia de construir una buena narrativa y no desviarse del guion. Todas sus acciones autoritarias deben enmarcarse en un discurso de transformación hacia una “democracia popular”, aunque en los hechos lo que se impone es un totalitarismo del partido hegemónico y su discurso. La clave del artificio está siempre en mantenerse detrás de una máscara y en utilizar bien la prestidigitación discursiva. No hay necesidad de lanzar discursos de odio como Mao, llenar las prisiones con opositores políticos como Stalin o mandar al matadero a millones como Pol Pot.

Esto me lleva al caso de Estados Unidos. En esta segunda administración de Donald Trump sus arrebatos dictatoriales han estado a la vista de todos. En su caso no hay sutileza ni necesidad de esconder su vocación autoritaria. Él se presenta ante el mundo como lo que verdaderamente es: un líder dispuesto a violar flagrantemente las leyes, a retar abiertamente a jueces y fiscales, a desconocer resultados electorales, a utilizar su Departamento de Justicia como arma contra sus rivales políticos. A diferencia de cualquier dictadura subrepticia, lo suyo no es la discreción, sino el espectáculo del poder.

Todo lo anterior me hace cuestionar si Trump realmente logrará romper la democracia estadunidense. Es indudable que el daño hecho hasta ahora es enorme: instituciones debilitadas, odio interpartidista, terror entre migrantes y grupos vulnerables, abiertas presiones para censurar noticieros y comediantes que lo critican… Pero ha sido tan grotesco y explícito su show autoritario, que las alarmas democráticas llevan sonando por años y seguirán sonando.

Esto me permite tener cierto optimismo hacia el futuro democrático de Estados Unidos: que a diferencia de otros países el carnaval tragicómico y autoritario trumpista un día cometerá un acto tan brutal, que la sociedad norteamericana lo repudiará de tajo y optará por un retorno a la razón y al respeto a la ley.

Esta oportunidad no la tuvieron los países que vieron retroceder su democracia de manera gradual y subrepticia. Países donde por años el régimen engañó al “pueblo” con discursos de honestidad, austeridad y voluntad popular. Países que un día despertaron para verse encadenadas en una prisión real dentro de una democracia Potemkin.

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