En el tablero venezolano la pregunta ya no es si Nicolás Maduro caerá, sino por qué todavía no cae. Y la respuesta, aunque incómoda, es simple: no se irá tan fácil. No porque tenga un horizonte luminoso sino porque en una era donde los dictadores ya no encuentran exilios dorados ni fortunas invisibles, su supervivencia depende de quedarse exactamente donde está.
Y frente a un Donald Trump que amenaza mucho pero actúa poco, Maduro entendió que la indecisión ajena puede ser su mejor escudo.
El petróleo, mientras tanto, funciona como la distracción perfecta. Venezuela tiene las mayores reservas del planeta, pero también uno de los crudos más pesados, caros y difíciles de procesar. A su vez, hablar de una motivación energética cada vez que Washington desplaza un portaaviones se ha vuelto un lugar común.
Pero quizá lo que realmente mueve a Trump en estos momentos es algo mucho más elemental y más viejo: poder. Reafirmar liderazgo hemisférico, revivir la retórica anticomunista que entusiasma a su base y demostrar que él sí “pone orden” en el vecindario.
Ese cálculo explica la ambigüedad de la Casa Blanca. En público, despliegues militares, operativos antidroga y advertencias que parecen preludio de algo inminente; en privado, un Trump que sugiere dialogar con Maduro, evita líneas rojas y deja entrever que su interés no es “derrocar regímenes” sino “proteger a América” de enemigos que él mismo redefine según la encuesta del día.
No es política exterior: es estrategia electoral.
Caminos
Del lado venezolano Maduro se aferra al único círculo que todavía lo sostiene: una estructura militar que no cree ni en indultos ni en transiciones ordenadas. Ese viejo pacto tácito —caer del poder a cambio de una villa europea— ya no existe. Hoy todo deja rastro, los tribunales internacionales no olvidan y las sanciones persiguen hasta las cuentas mejor escondidas. El chavismo no teme la derrota política; teme la persecución judicial.
Aun así, los caminos posibles se bifurcan. El primero —el más cómodo para Trump— consiste en mantener presión sin intervención: sanciones, discursos y operaciones puntuales que le permitan declararse exitoso sin cambiar la realidad en Caracas. Maduro sigue, Trump presume y el hemisferio se acostumbra a una crisis administrada. Todos obtienen una victoria simbólica, aunque nada sustantivo cambie.
El segundo escenario es el del quiebre: ataques selectivos que desmantelen el andamiaje militar venezolano, fracturen lealtades y precipiten una transición abrupta. Una caída acelerada del régimen, seguida de un periodo caótico donde opositores, exiliados y antiguos chavistas disputan espacios de poder mientras la población exige soluciones inmediatas. Un cambio real, sí, pero turbulento, costoso y lleno de incertidumbre.
Entre estos extremos se mueve la región: demasiada presión para que todo siga igual, demasiados riesgos para que todo cambie de golpe. Trump quiere un triunfo narrativo; Maduro quiere sobrevivir; los vecinos quieren estabilidad; los venezolanos quieren futuro.
Pero mientras cada actor juega su propia partida, persiste una verdad que atraviesa la crisis: no es una disputa por petróleo, sino por control. Porque en estos tiempos de crudo… las dictaduras siguen siendo lo más inflamable.

