EL CAPOTE

El capote
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La felicidad es tener: un capote, una muleta y un sueño.

Dámaso González

El capote del torero no es cualquier trapo de feria. No es un pedazo de tela rosada y amarilla tirada al azar en el ruedo. Es, al mismo tiempo, un arma, un escudo y un espejo de la muerte. Se inventó no solo para engañar al toro, sino para tentar al destino: abrir un espacio en el que hombre y bestia se miran cara a cara, sin más intermediarios que la tela ondeando en el aire caliente de la plaza.

Los primeros capotes aparecieron en el siglo XVIII, cuando la tauromaquia empezó a convertirse en espectáculo de masas. Hasta entonces la pelea era más brutal, más seca, menos estilizada: caballos que caían hechos mierda, nobles que jugaban a ser héroes y campesinos que recogían los restos. El capote nació como un artificio de arte: con él se podía guiar al toro, dibujar en el aire una geometría que transformaba la carnicería en danza.

Y ahí está el truco: un rectángulo de percal, cosido con cuidado, se volvió símbolo de poder. En la mano de un torero, el capote no solo conduce al toro, también manda sobre la mirada del público. Cada pase es una declaración estética, un “mira cómo domino al animal y, de paso, a la muerte misma”.

El capote tradicionalmente es rosa por un lado y amarillo por el otro. No es una casualidad cromática: esos tonos, además de vivos y teatrales, tienen una función práctica. El rosa resalta en la arena y no se mancha tan brutalmente con la sangre, mientras que el amarillo funciona como contraste. Pero más allá de lo visible, los toreros se han inventado un catálogo entero de supersticiones: que si el color influye en la suerte, que si un tono más claro atrae desgracias, que si cierto bordado protege contra cornadas.

Lo cierto es que el capote se convierte en extensión del cuerpo. Absorbe el sudor, el polvo, el miedo. Cuando un torero lo despliega, no solo abre tela: abre un espacio de silencio. Es como si en el fragor del griterío, de pronto el mundo se callara y solo quedaran el hombre, la bestia y la tela palpitando.

Los grandes maestros sabían que no bastaba con mover el capote; había que dotarlo de personalidad. Belmonte, por ejemplo, lo usaba como si fuera un muro: se quedaba quieto, dejaba que el toro pasara rozando, y el público contenía la respiración. Manolete lo manejaba con la frialdad de un verdugo, mientras que otros lo agitaban como si fuera una bandera de guerra.

Lo jodido del asunto es que el capote no solo sirve en la plaza. Es también una metáfora de la vida. Todos tenemos un toro enfrente: el tiempo, la desgracia, la muerte, la chingada rutina. Y lo único que tenemos es un pedazo de tela —llámalo fe, terquedad o simple coraje— con el que intentamos engañar al destino.

El capote enseña a resistir. No es un arma que mate, es un arma que desvía. En el ruedo no se trata de huir ni de enfrentar frontalmente, sino de burlar, de girar, de crear un espacio donde la embestida no te destroce. Esa lección se clava en el inconsciente colectivo: la vida es un toro enorme y tú eres un cabrón con un trapo en la mano. ¿Qué vas a hacer? ¿Correr? ¿Plantarte? ¿O bailar con la muerte?

Hoy el capote se sigue confeccionando con precisión casi obsesiva: lonas especiales, costuras reforzadas, pesos medidos. No se trata de un adorno, sino de un instrumento exacto, como la espada de un samurái. Cuando un torero recibe su primer capote, es como si recibiera una herencia. En ese trozo de tela caben siglos de historia, sudor de hombres que se jugaron la vida, supersticiones, milagros y tragedias.

En cada plaza el capote ondea como un estandarte. Es la primera voz de la corrida: con él se reciben las embestidas iniciales, con él se mide la fuerza y el temple del torero y el toro.

El capote de Luis (cuento)

El torero Luis Niño salió a la plaza, llevaba su traje de luces, su montera y su capote de colores llamativos, como se usa. No es oficio si no hay beneficio, decía el matador. Caminando lentamente se plantó en medio del ruedo a esperar que la muerte le pasara cerca. Esta llegó puntual, cargada de 550 kilos de pura furia. Pero Luis, experto en torear grandes nubes, movió ligeramente el capote y, al paso de la bestia, logró colocarle varias verónicas. La plaza se caía a pedazos. El animal buscaba el rojo sangre, pero en cada pase Luis controlaba al animal, como quien sabe manejar un avión. Al final vino el indulto: gran toro y mejor torero. ¡Olé!

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