Se necesita mucha locura para soportar tanta realidad.
La tauromaquia es un teatro de muerte. No basta el toro que resopla ni la arena que huele a sangre seca: están también el rito, el uniforme del sacrificio, la máscara que anuncia que el hombre ha dejado de ser simple mortal para vestirse de mito.
Entre todos los símbolos ninguno tan oscuro ni tan discreto como la montera, ese sombrero negro que parece guardar en su terciopelo el murmullo de todos los que murieron en la plaza.
La montera no nació del capricho de un sastre ni de la coquetería de un torero. Su raíz está en el bonete de los clérigos del siglo XVIII, ese gorro redondo que se llevaba en los seminarios y universidades.
De ahí saltó a las cabezas de los hombres que jugaban la vida frente al toro. La ironía es brutal: un sombrero nacido del recogimiento religioso terminó coronando a quienes se juegan el alma frente a la bestia. De las sotanas al ruedo, de los rezos a la muerte.
Antes de que existiera la montera los lidiadores usaban sombreros de ala ancha o pañuelos, pero la arena no perdona esas frivolidades: el viento los tumbaba, el sudor los arruinaba. Fue entonces cuando apareció este casco de terciopelo, severo, cerrado, como si anunciara que quien se lo coloca está a punto de traspasar la frontera entre lo humano y lo fatal.
Francisco Montes, Paquiro, fue quien le dio forma definitiva en el siglo XIX. Él impuso que el traje de luces no podía improvisarse: debía ser uniforme, solemne, casi militar. Y ahí incluyó a la montera. Desde entonces ese sombrero pasó a ser parte de la liturgia. Su negrura contrastaba con el oro del traje, como una advertencia: aquí no todo es fiesta, cabrones; aquí también se muere.
La montera tiene dos abultamientos en los lados, las famosas “moñas” u “orejas”, que parecen recordarle al torero el animal al que se enfrenta. Confeccionada en astracán o terciopelo, forrada de seda de colores secretos, cada una es una pieza artesanal y personal. Por dentro puede tener talismanes, dedicatorias, amuletos invisibles, como si el torero necesitara llevar un pedazo de superstición pegado a la cabeza.
El ritual de lanzarla al suelo
Pero la montera no es solo prenda, es gesto cargado de destino. El torero sale al ruedo con ella en la mano, se descubre ante el público y la presidencia, y luego se la coloca como quien se ajusta un yelmo. Y antes de iniciar la faena la arroja al suelo. Ese instante es poesía negra: la montera cae y queda boca arriba o boca abajo. Los supersticiosos creen que ahí se juega la suerte. Si queda volteada, mala señal; si no, el augurio es favorable. El ruedo se convierte así en tablero de dioses crueles.
A veces el torero dedica la lidia a alguien y coloca la montera en el suelo frente a esa persona. No hay palabras, no hay discursos: solo un sombrero oscuro en la arena, convertido en ofrenda.
La montera es austera, no brilla, no pretende competir con los bordados del traje de luces. Su sobriedad es su fuerza. Es el recordatorio de que lo que está por ocurrir no es un carnaval, sino un choque brutal de vida contra muerte. Un sombrero negro, como un silencio encima de la frente.
Pintores, escultores y poetas la han tomado como emblema. Está en carteles taurinos, en fotografías antiguas, en versos que hablan de valor y de destino. La montera no deslumbra: impone. Es un signo de recogimiento antes del caos.
Hoy las monteras de toreros célebres se guardan como reliquias en museos y colecciones privadas. Cada una lleva consigo la memoria de tardes gloriosas o sangrientas. No son simples sombreros, sino testigos mudos de faenas, cornadas y muertes. A través de ellas se conserva la tradición de siglos. ¿Es, pues, un símbolo de locura o lucidez? Como sea, la montera cubre al hombre y lo hace grande.
El hermano
La suerte está echada, el torero sale a su paseíllo llevando su montera bien puesta, el traje de luces y su capote bien plantados. Ve a una mujer hermosa en el tendido, se acerca a ella y, con tono solemne, le dedica la faena con su montera. Junto a la mujer está un hombre gordo y grande que se muere de celos. La corrida gira sin tropiezos y el matador sale en hombros. Pero el hombre gordo se adelanta y con una pistola dispara al pobre torero, que cae inmediatamente. Solo es herido en una pierna. La mujer le grita al hombre gordo.
—¿Qué te pasa? Eres un pendejo celoso, el torero es mi hermano. ¡Cómo serás pendejo!
El hombre gordo se queda petrificado, mientras la mujer hermosa corre a ver cómo está su hermano.