Vivimos en un mundo saturado de pantallas. A través de estas ventanas digitales no solo vemos el mundo sino que lo consumimos –a la vez que nos consumimos–. Esta constante sobreexposición nos ha convertido en espectadores, participantes y víctimas de la disolución paulatina de las identidades locales. La pantalla, artículo omnipresente, ha sido el vehículo más poderoso de esta globalización. Cada vez más, nuestras acciones, pensamientos y comportamientos responden a códigos y contextos comunes, independientemente de las fronteras. Y, por supuesto, la pintura no escapa a este fenómeno.
A lo largo de la historia del arte, uno de los debates más persistentes ha sido la relación entre la pintura y la naturaleza. ¿Debe el pintor capturar el mundo exterior, basarse en la observación directa, o sumergirse en su mundo interior? Sin embargo, gran parte de la pintura ha estado profundamente conectada con la naturaleza e influenciada por el entorno particular del pintor –desde la luz y las atmósferas, hasta los matices culturales únicos de ese tiempo y espacio–, así como por la visión personal de cada artista. Los colores de Zorn, por ejemplo, no solo son innegablemente suecos, sino inconfundiblemente suyos. Y los serenos interiores de Vermeer, impregnados de la fría luz del norte de Europa, son irremediablemente distintos de las vibrantes escenas mediterráneas de Sorolla, pintadas dos siglos después. El contexto natural y temporal, ha dado lugar históricamente a una pintura única y personal.
En cuanto a las innovaciones tecnológicas, los pintores de diferentes épocas las han asimilado, a veces como recurso creativo, otras como una limitación a superar. La invención de la cámara fotográfica, por ejemplo, permitió la experimentación con nuevas formas de composición pictórica a partir de la imágenes mediadas por la lente. Al mismo tiempo, se pusieron en crisis géneros tradicionales como el retrato y se replanteó el propósito mismo de la pintura. La bombilla eléctrica transformó la manera en que los artistas miraban y representaban la realidad, permitiéndoles también trabajar de noche. Sin embargo, a diferencia de la luz natural, la luz artificial limita la riqueza cromática y tonal, altera las atmósferas y propicia una desconexión mayor con la naturaleza. Los medios de transporte modernos, por su parte, permitieron a los artistas explorar nuevos paisajes, antes inaccesibles, ampliando sus horizontes creativos. Y a la vez, trajeron consigo un desapego de lo propio y el eventual deterioro del paisaje natural.
La digitalización ha generado transformaciones sin precedentes. Hoy, producto de estar permanentemente inmersos en las pantallas, muchos pintores trabajan desde sus dispositivos y muestran su obra de la misma manera, abriendo nuevas y desafiantes formas de producción e interacción con la pintura. Las imágenes digitales, a partir de las cuales se genera mucha de la pintura contemporánea, son una síntesis plana y bidimensional, excesivamente brillante y nítida, de la realidad. Me pregunto si esas imágenes “sintéticas” posiblemente contribuyan a que la retina del pintor se vuelva perezosa. Y es que los pintores de hoy ya no solo observan su entorno, sino que interpretan y manipulan las imágenes que circulan por las pantallas. Algunos, como David Hockney, incluso han experimentado con la creación de obras –digitales, que no pictóricas– directamente desde dispositivos. Y sin importar en qué parte del mundo se encuentren, los artistas consumen esencialmente el mismo material visual. Mucha de la pintura actual está determinada por un repertorio visual común; la mirada se ha globalizado.
Al mismo tiempo, la búsqueda de la visibilidad en el océano digital de imágenes, a menudo promueve la repetición de estilos y fórmulas visuales que sean atractivos para el algoritmo; y la validación superficial que ofrecen las redes sociales, se han convertido en la medida del éxito. Desde el punto de vista del espectador, el consumo de arte a través de pantallas ha desplazado la experiencia sensorial y emocional directa. Ver pintura desde un dispositivo, no es ver pintura. La interacción con los artistas y sus obras se ha convertido en una experiencia fugaz, efímera y despersonalizada. La saturación de imágenes y la rapidez con que las consumimos generan fatiga visual y mental. En un mundo cada vez más digital y globalizado, la pintura se enfrenta a la paradoja de ser más accesible y al mismo tiempo más homogénea, distante e impersonal.