La primera vez que Mónica me miró tenía 20 años. Fue con sus papás y sus hermanas al teatro a ver Monólogos de la vagina y salió de ahí con un espejito de estuche rosa, obsequio de la producción de la obra a todas las mujeres asistentes, junto con la invitación para abrirse de piernas, observarse, tocarse, palparse, rozarse, frotarse, penetrarse, acariciarse, conocerse, consentirse, masturbarse y todos los “...arse” necesarios para poseerse sin culpas, miedos, prejuicios ni pensamientos intrusos que en vez de dejarlas congraciarse con el milagro que habita entre sus piernas quieren convencerlas de vivir en la ignorancia para no amarse.
Porque sí: una mujer que se ama es más peligrosa que un sismo de 10 grados Richter. Aunque a esas alturas de la vida Mónica todavía no lo descubría.
Mónica recibió espejito e invitación con gusto culposo. Llegando a su casa lo metió en el cajón del buró, decidida a olvidarlo y seguir con su vida. ¿De verdad era tan necesario saber el aspecto de eso? ¿Qué utilidad había en conocer su apariencia? (Claro, no es que los clítoris nos demos importancia ni seamos el único órgano de los cuerpos humanos que existe única y exclusivamente para el placer —¿qué clase de inutilidad es esa?)
Pero había algo en el color rosa pastel de la funda del espejo que la llamaba; una voz en el cerebro de Mónica que insistía en atreverse y llegó al punto de no dejarla concentrarse en nada.
Así, una mañana antes de meterse a bañar al fin sacó del cajón la posibilidad de revelar el misterio y entró a la regadera dispuesta a utilizar el regalo. Si la experiencia significaba una pérdida de tiempo no era tan grave; a fin de cuentas, si algo tiene una chica de 20 años es tiempo de sobra.
A mí me resulta curioso pensar que el novio de Mónica me conoció de vista antes que ella, cuando se escapaban para demostrarse el amor con la lengua; es raro pensar que a mi ama y señora le parecían encantadoras las sensaciones que yo le provocaba y, sin embargo, no le parecía indispensable saber la anatomía que las originaban.
Por fin
El primer paso, abrirse de piernas y abrirse los labios, no representó problema o tabú alguno, y la dificultad fue la postura: a menos que puedas sostenerte sobre las rodillas dobladas a la máxima resistencia durante minutos interminables, es casi imposible lograr que los clítoris nos asomemos lo suficiente como para una exploración exhaustiva, o por lo menos yo no soy tan fácil de descubrir. Eso sí, la visión parcial de mí y los elementos de la entrepierna aledaños a mí lograron acelerar su curiosidad.
Mónica miró alrededor y sus ojos coincidieron con el WC. Decidió sentarse para facilitar el proceso. De inmediato otra voz interna, francamente molesta, sentenció: “¿De verdad? ¿En el WC? ¡Eso es lo menos sexy del mundo!” Mónica, esta vez dispuesta a no permitir el sabotaje de sus planes, contestó: “Sí, ahí, ¿o tienes una mejor idea?” Al no recibir respuesta se sentó, abrió las piernas, separó las rodillas en un ángulo de 130 grados y...
Ahí, por fin, pupilas y piel nos encontramos. Ahí, por fin, sus dedos me recorrieron en exploración de mis puntos más placenteros. Ahí, por fin, comprendió que la utilidad de dominar mis formas con todos sus sentidos disponibles es la mejor manera de aprovechar mis habilidades al máximo; y vaya que una vez comprendidos los clítoris nos convertimos en los mejores cómplices de las mujeres que habitamos. Ahí, por fin y para siempre, Mónica y yo nos convertimos en una sola.

