HISTORIAS DEL CLÍTORIS (11)

Mónica Soto Icaza
Columnas
HISTORIAS ERÓTICAS

Los clítoris no queremos ser territorios míticos: queremos ser explorados, que los aventureros se especialicen en nuestra orografía, en nuestra naturaleza de iceberg, de cima conquistada después de una excursión exhaustiva.

Así es Él, ese señor que invita a Mónica a abrir las piernas hasta su máxima resistencia sobre la cama y se da todo el tiempo del mundo para que lo demás desaparezca. Excepto su lengua, un cuarteto de sus dedos, y yo.

Mónica lo conoció en un bar swinger, por eso antes de saber su nombre Él ya me había saludado, primero con las yemas de los dedos, luego con la lengua y después nada más sentí el glande y el tronco deslizándose por mi cabeza, ya manoseada por más de un individuo.

Desde entonces nos volvimos inseparables; una vez a la semana mi ama y señora deja abiertas cuatro horas de su agenda para abstraerse de problemas, trabajo y cuidados y se encuentra con el personaje en cuestión. Con Él en persona. Y con su esposa. A esta esposa también le fascina Mónica e hicieron un pacto para compartir felicidad… y marido.

Llegamos al umbral de la habitación de siempre, la 14 de este hotel que a todos les queda cerca. Son las diez de la mañana en punto. El primer beso. El primer abrazo. El primer apapacho. Entran tomados de la mano. Aunque prometieron mantener su relación en el plano sexual, no pudieron evitar encariñarse y se convirtieron, además, en amigos. Los ¿cómo estás?, ¿qué hay de nuevo?, ¿cómo va aquel asunto que me contaste? son respondidos. Inicia la faena.

Mi dueña ya sabe lo que sigue: se quita el vestido y el bra, se acerca a Él para dejarlo deshacerse de las bragas y se abre de piernas en la orilla de la cama con las medias de encaje a medio muslo y la cadena de oro con el dije en forma de tacón tan característico de su personalidad.

Elipses

Él saca el teléfono para tomar fotografías de la vulva de Mónica desde diferentes ángulos: picada, contrapicada, closeup… Me asomo a saludar por educación y cortesía. Las yemas de los dedos desde los tobillos hasta mí. La humedad escurre despiadada sobre la colcha blanca. Un dedo rozándome a mí, otro hasta el fondo.

Traza elipses por labios, umbrales, hendiduras; por mi cuerpo exterior. Las piernas y el vientre del manjar que Él tiene enfrente vibran, los músculos se aflojan, se endurecen, comprenden, se descontrolan. La lengua de Mónica también traza una elipse en sus otros labios: le fascina cómo Él nos mira cada vez como si fuéramos el objeto más hermoso sobre la faz de la tierra y el sujeto más antojable.

Orgasmo tras orgasmo, ambos se carcajean al darse cuenta de que necesitan moverse de sitio sobre la cama; la inundación debajo de las nalgas de Mónica ya dejó de ser placentera.

Las cabezas sobre la almohada. Mónica se pone de espaldas, él detrás de ella. “Tengo ganas de penetrarte de cucharita, como si hubiéramos despertado juntos”, le dijo él la noche anterior, cuando se ponían de acuerdo en el desarrollo de los hechos actuales.

En ese momento, justo a las 11:30 de la mañana, la puerta de la habitación 14 se abre. La esposa aparece con un ramo de rosas rojas, tan rojas como la lencería que aparece pegada a su cuerpo en cuanto desaparece la gabardina gris que portaba hacía tres segundos.

Sin saludar saca el teléfono, graba un video de su marido en vaivén con las palmas de las manos sobre las tetas de Mónica.

Las siguientes dos horas y media transcurren entre tres pares de piernas en invención de formas geométricas nuevas.

En la bocina en el buró Ella Fitzgerald canta No regrets.

Y sí: ¿cómo arrepentirse de existir viviendo?