Sabemos que el fin de un dictador está cerca cuando lo único que tiene en las calles son militares.
Nelson Mandela
En los años más oscuros del siglo XX, cuando la maquinaria nazi arrasaba Europa y la humanidad parecía tambalearse al borde del abismo, el Vaticano se convirtió en un enclave de silenciosa resistencia, un foco de poder espiritual en medio de una guerra total. En su centro estaba el Papa Pío XII, una figura envuelta en polémica hasta nuestros días.
Sin embargo, más allá del debate sobre su silencio o su prudencia frente al Holocausto, existe un hecho tan escalofriante como revelador: Adolf Hitler consideró seriamente asesinarlo.
La enemistad entre Hitler y el Papa no era simplemente ideológica, sino visceral. Desde los primeros años del Tercer Reich el Vaticano criticó el neopaganismo nazi, su racismo seudocientífico y su persecución a la Iglesia católica en Alemania.
Como cardenal y luego como Papa, Eugenio Pacelli (nombre secular de Pío XII) denunció los abusos del régimen. En 1937, bajo el Pontificado de Pío XI, pero redactada principalmente por Pacelli, se publicó la encíclica Mit brennender Sorge (Con viva preocupación), una feroz condena del nacionalsocialismo. Fue escrita en alemán y distribuida clandestinamente en las parroquias, leída en los altares, para furia de Hitler. Fue un golpe directo a su autoridad.
Pero el punto más tenso llegó durante la Segunda Guerra Mundial. En 1943, tras la caída de Mussolini y la ocupación nazi del norte y centro de Italia, Roma estaba al alcance directo de Hitler, y el Vaticano, aunque oficialmente neutral, representaba un obstáculo potencial a sus planes. El Papa había condenado los bombardeos contra civiles, había protegido a miles de judíos escondidos en conventos e iglesias y se había negado a bendecir las armas del Eje. Para Hitler, Pío XII era un traidor disfrazado de diplomático.
Instrucciones
Fue entonces cuando el Führer ordenó preparar una operación para secuestrar o incluso asesinar a Pío XII. El plan, que ha sido confirmado por diversas fuentes, incluía la ocupación del Vaticano por parte de tropas de la SS acantonadas en Italia. El general Karl Wolff, uno de los altos oficiales de la SS en Roma, recibió órdenes directas de Hitler para preparar una incursión a la Santa Sede.
Según testimonios recogidos después de la guerra Hitler temía que el Papa denunciara públicamente el exterminio de los judíos o hiciera un llamado a la resistencia desde Roma, lo cual podría provocar un levantamiento espiritual entre los católicos de Europa. La posición de la Iglesia, aunque ambigua en ocasiones, todavía tenía un peso considerable entre los fieles alemanes, franceses, húngaros y polacos. Si el Papa tomaba partido explícito contra el Reich, podría socavar la ya deteriorada moral alemana.
El plan preveía tomar el Vaticano por sorpresa, arrestar al Papa y deportarlo a Alemania —según algunas versiones, a Liechtenstein, o al castillo de Hohenwerfen en los Alpes—, dejándolo incomunicado para evitar cualquier declaración pública. En su lugar, Hitler habría instalado un “papa títere” o clausurado el Vaticano como institución. Era una locura megalómana típica del régimen.
Pero el atentado nunca se llevó a cabo. Existen varias razones. La más probable es la oposición de algunos mandos alemanes, especialmente Wolff, quien sabía que un ataque al Vaticano causaría una reacción global, no solo entre los católicos, sino entre todos los pueblos civilizados. Bombardear Londres o Varsovia era una cosa; profanar la Santa Sede, otra muy distinta. Incluso para muchos alemanes católicos del partido nazi, secuestrar al Papa era un sacrilegio que podía hacer estallar la rebelión dentro del Reich.
Otra razón fue el carácter estratégico del Vaticano como enclave neutral. A pesar de todo, Hitler respetó —aunque de mala gana— la extraterritorialidad del Vaticano. No quería provocar a Suiza, a España, ni a los países latinoamericanos, cuyos gobiernos aún no rompían relaciones con Alemania. Además, el Vaticano estaba lleno de diplomáticos de países neutrales y aliados; un ataque sería una catástrofe diplomática inmediata.
Pío XII, por su lado, sabía del peligro. Diversos informes del espionaje vaticano le advirtieron del plan. Se dice que dejó instrucciones escritas: si era arrestado, renunciaría de inmediato al papado, de modo que Hitler no pudiera controlar a la Iglesia con él como rehén. La Curia elegiría un nuevo Papa en el exilio, probablemente en Portugal o España.
Este gesto, silencioso pero firme, desbarató el intento. A ojos de Hitler, secuestrar a un Papa renunciante era inútil. La amenaza de la renuncia fue, paradójicamente, la mejor arma de Pío XII.