CORAZÓN DE CONDOMINIO

“La infidelidad me fascina”.

Mónica Soto Icaza
Columnas
INFIDELIDAD

Al centro del jacuzzi hay un asoleadero. En el asoleadero dos mujeres se devoran, para beneplácito del marido de una de ellas. Es sencillo saber la identidad de la esposa, ambos comparten el mismo tatuaje: la lengua de los Rolling Stones.

Un par de señoras en gozo mutuo de cuerpos, exhibicionistas, que en unos días volverán a su hogar a ser aburridas amas de casa o empresarias exitosas, madres abnegadas o abuelas inquietas con la certeza de que, no importa qué tan puta seas o hayas sido, todas las señoras con canas son honorables.

No puedo evitar preguntarme si siempre habrán sido así o empezaron en la madurez. No lo sé. Tampoco sé cómo terminé yo aquí, en un hotel nudista, donde la gente es infiel por consenso; cómo terminé dedicándome a escribir literatura erótica, con el sexo y la infidelidad como obsesiones y motivos. Yo, una niña grisácea, insegura, de familia con buenas costumbres y reputación intachable. Yo, que debía ser sensata, mesurada y santa.

Pero en la vida de toda mujer llega el momento de decidir si será una santa o una puta. Y yo decidí ser una puta. Puta por mi inclinación natural hacia la infidelidad.

Quisiera decir que me volví infiel y puta como reacción involuntaria para aplacar la furia y el sufrimiento de haber sido dañada por la infidelidad de mi exmarido en una de las etapas más vulnerables de mi vida. La verdad es que no. Desde el principio lo fui. De closet, claro. Le puse el cuerno a once de mis 14 novios de adolescencia, los únicos que se salvaron fueron los tres primeros; pero bueno, tenía 14 años y anduve con ellos uno tras otro con apenas días de diferencia. U horas. El común denominador de aquellas circunstancias era la ausencia de culpa: siempre encontraba una justificación, una manera de explicar mi terrible falta, tal vez con la esperanza de salvarme del infierno.

Gozo

La infidelidad me fascina, aunque mi cuerpo responde ante ella con tal derroche de emociones, sensaciones y todo aquello no grato terminado en “ones” que parece increíble, por no decir estúpido, que alguien con esa reacción tan desenfrenada, en la connotación más negativa del término, haya decidido vivir el paso de sus días por este mundo en una relación abierta. La infidelidad es deliciosa, hasta que eres tú la que temporalmente se coloca en el vértice ausente del triángulo. Para decirlo simple y llano, es perfecta cuando tú eres la perpetradora y terrible cuando te toca jugar el rol del estropicio colateral.

Entre los misterios que ahora comprendo del erotismo hay uno cuya resolución quizá ya vislumbre, pero me sigue costando bastantes horas de reflexión. ¿Por qué reacciono con tanto dolor a la infidelidad, si se supone que no debería sorprenderme porque tenemos un consenso y yo hago lo mismo? ¿Será que estoy traumada desde aquella vez que mi antes esposo me engañó y ahora mi mente y mi cuerpo reaccionan con el mismo drama de entonces, sin importar lo diametralmente distinto de las circunstancias?

Y más extraño aún: ¿por qué saberlo teniendo sexo con otras hace que mis celos se disparen de cero a 100 en menos de lo que puedo pronunciar la palabra “ay”, pero cuando estoy en la cama con alguien la imagen de él lamiendo los pezones de otras o penetrándolas provoca una aceleración de cero a 100 hacia mis orgasmos?

La respuesta, quizá, se encuentra en el erotismo y la manera extraña en que juega con la mente de las personas, robándonos por momentos la capacidad de racionalización. Bien lo escribió Esther Perel en The state of affairs, rethinking infidelity: “Las complejidades del amor y el deseo no ceden ante simples categorizaciones de bueno o malo, víctima y culpable”.

Por lo pronto, seguiré gozando de mis infidelidades, llorando por las suyas y aprendiendo a desaprender esas reacciones involuntarias de mi ser. A fin de cuentas, siempre he encontrado alegría y sonrisas en las múltiples y diversas puertas abiertas de mi corazón de condominio.