INVENTADA

“Lo bueno de tener cara de gente decente, pero moral indecente”.

Mónica Soto Icaza
Columnas
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Un buen día el suelo que pisaba se convirtió en alfombra mágica sin magia. Mis certezas desertaron, mi casa se hizo recuerdo, mi perfeccionismo transmutó en defecto de carácter; hasta mi cuerpo y mi cabeza entraron en estado de conflicto existencial. Entonces debí ponerle un alto a las consecuencias involuntarias del devenir de mis días y decidí que si dejarme llevar por expectativas y deseos ajenos de todas formas me alejaría de los sitios y las personas que debían hacerme sentir segura iba a construirme, a crear el personaje de mí que yo quería. Le gustara a quien le gustara. Para bien o para mal.

Fue fácil. Desde el inicio de los tiempos a los seres humanos nos han gustado las historias; mientras más distintas sean de nuestra cotidianidad, más nos enganchan. Por eso las vidas difíciles, seductoras, complicadas y plagadas de perversiones nos parecen tan atractivas: nos gusta mirar nuestros deseos en cierta línea o en algún color, mientras no amenacen con llevarnos al carajo. Y para contar historias yo me pinto sola.

Primero le di forma a mi pelo: lo suficientemente largo como para taparme las tetas al cabalgar a un señor; suave, sedoso, con textura de listón de seda para facilitar las caricias sin interrupciones.

Sabía que los hombres fantasean en los blancos de las viñetas, así que me dispuse a crear a mi yo personaje cuadro por cuadro, dejando páginas en blanco y otras totalmente negras con algunos dibujos dispuestos de tal forma, que cupieran universos enteros en aquellos círculos y rectángulos.

Después me hice experta en seducir. Sabía perfectamente cómo llevarme a un hombre a la cama y, ya ahí, provocar que no quisiera dejar de verme nunca. Puse en el fondo de mi vagina a un hada comeglandes, para que al entrar sintieran su lengua acariciándolos y volver a estar ahí se convirtiera en una obsesión.

Manipular

Configurar los distintos mensajes de mis miradas fue lo más complicado, requirió mucho ensayo y error frente a un espejo y una cámara de video, hasta que conseguí convencerme a mí misma de que estaba enamorada o me había puesto furiosa o experimentaba un deseo absoluto. Aunque no sintiera ni enamoramiento ni enojo ni deseo.

También perfeccioné el reproche, la incertidumbre, el hartazgo. Manipular se volvió cotidiano, además, porque lo mezclé con las palabras justas. La educación mediocre en empatía que reciben los hombres facilita este aspecto: si escuchas las palabras sin dialogar con las pupilas quedas susceptible a las falacias.

Las palabras nunca fueron un problema; me han acompañado y servido toda la vida. Las besé, les metí los dedos entre las líneas, les provoqué millones de orgasmos en forma de lectores ansiosos por tocarse después de escucharme o leerme.

De lo más divertido fue confeccionar mi ropa: el vestido preciso, el escote justo, el entallado perfecto de los pantalones para la ocasión. Es lo bueno de tener cara de gente decente, pero moral indecente, adoradora del sexo y las múltiples sensaciones que provoca, como el choque de los espermatozoides en la lengua o lo duras que se ponen las vergas apenas unos segundos antes de que eso suceda. No diré que esta predilección nunca me ha causado problemas, pero si soy justa con la vida, me ha causado más deleite y carcajadas, porque sí: solo hay algo mejor que el sexo y es tener un ataque de carcajadas mientras te penetran.

Ya convertida en aquello que quise inventarme, otro buen día decidí echar mis raíces en una alfombra mágica con magia. Y me di cuenta de que la verdadera inventada era esa otra yo que abandoné para dejar de agradar a los demás. Le guste a quien le guste. Para bien o para mal.