DESDE LA TRINCHERA UCRANIANA

Lucy Bravo
Columnas
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La primera vez que viajé a Ucrania la guerra con Rusia cumplía un año y el mundo buscaba respuestas. He vuelto seis meses después y las interrogantes solo se multiplican: ¿Se ha normalizado la guerra? ¿Estamos ante un conflicto de desgaste? ¿La amenaza de una escalada nuclear sigue vigente? ¿Habrá acuerdo de paz? Sin embargo, ninguna de estas preguntas preocupa mucho a los miles de ucranianos que pasan sus días en las trincheras.

Las detonaciones son constantes. A tan solo siete kilómetros del frente de batalla dos jóvenes ucranianos, Oleksandr de 23 años y Evgeny de 27, miran al horizonte, mismo que no podemos fotografiar porque debe evitarse que la posición que forma parte de una segunda línea de defensa sea detectada por un enemigo que se escucha sobre nosotros todo el tiempo.

En los últimos días el ejército ruso intensificó la ofensiva en la frontera noreste de Ucrania, desplegando más de 100 mil hombres. Pero Oleksandr ni pestañea mientras las columnas de humo se multiplican a lo lejos por el intercambio de artillería. “Yo solo peleo por mi familia y mi país”, me dice con una mirada severa, “pero con la victoria, vendrá la fiesta”, agrega. Desde su posición en una angosta trinchera nos muestra sus trofeos de guerra: dos lanzacohetes enemigos que fueron arrebatados y que ahora se mantienen a la mano para ser usados contra sus antiguos dueños.

Al fondo el pasillo de la trinchera conduce a la sala de blindaje donde su jefe, el sargento Balú, prende una vela que, como muchas, fue hecha por mujeres y niños ucranianos con latas vacías y cartón para después enviarlas al frente. Dice que ayuda a eliminar la humedad, ya que el termómetro al exterior marca 30 grados centígrados. Y así, en medio de la oscuridad, su rostro se ilumina con una pequeña llamarada mientras nos cuenta sobre su esposa y tres hijos. Antes de la guerra era cerrajero; ahora desarma su Kalashnikov frente a nosotros.

Fantasmas

Los turnos son de ocho horas y todos parecen estar acostumbrados a vivir bajo la tierra. Sonríen poco y cuando te observan su mirada te traspasa y se extiende por kilómetros, a pesar de estar parados a unos cuantos centímetros. “Todos tienen estrés postraumático. Yo tengo problemas para dormir. Pero esta guerra no te da tiempo para pensar. Solo tienes que trabajar. Y eso hago”.

A este punto solo se puede llegar con escolta militar, chaleco antibalas, casco y acreditación, logística que la ONG Kharkiv Media Hub logró coordinar para una comitiva de periodistas latinoamericanos.

“De México solo sé que si la comida es picante la gente también”, dice Oleksandr mientras nos despide. Llegar ahí no fue nada sencillo. Pero irse es aún más difícil. La vegetación es abundante y el recorrido hasta la ciudad más cercana es un recordatorio de lo que ha ocurrido en muchos otros puntos del territorio ucraniano: las ciudades fantasmas. Del poblado de más de 50 mil habitantes, hoy hay menos de diez mil. Los edificios gubernamentales, restaurantes y locales siguen destrozados.

En el centro de la ciudad caminas sobre los vidrios rotos que quedaron en la acera, pero eso sí: al otro lado de la calle un solitario trabajador poda el césped de un solitario parque, en medio de una solitaria guerra.