María Anna Cecilia Sofía Kalogeropoulos, hoy conocida como María Callas, nació el 2 de diciembre de 1923 en Nueva York. Acaso estamos hablando de la soprano más importante, destacada e imponente de todos los tiempos.
Era hija de emigrantes griegos. Cuando decidió abrir un negocio farmacéutico en esa metrópoli, el padre de María cambió su complejísimo apellido por un simple “Callas”.
En 1937 María viajó a su otro país (ius sanguinis), Grecia, para iniciar su carrera en el Conservatorio Nacional de Atenas. Debutó, aún como amateur, en el papel de Santuzza, de Cavalleria Rusticana, en 1938 (imperdible su Intermezzo). Es una ópera que les recomiendo ampliamente y que, como les comenté al hablar de I Pagliacci, usualmente se presentan juntas.
Pero el verdadero debut de la que sería esta superestrella ocurrió en 1942, en el Teatro Lírico Nacional de Atenas, con la opereta Boccaccio. Sus padres, para aquel entonces, se habían separado. La relación con su madre fue muy complicada (constantemente la jodía por su aspecto físico), pero con ella y con su hermana había emprendido la aventura de ir a Grecia. Su primer éxito real fue con Tosca, de Puccini, en la Ópera de Atenas, por ahí de agosto de 1942.
Con la Segunda Guerra Mundial encima la Callas decidió regresar a Nueva York para reencontrarse con su padre. By the way, su madre la obligaba a cantar para soldados alemanes e italianos a cambio de dinero. En la actualidad le llamamos explotación laboral (y muy poca madre). Esa era su ciudad y la plataforma de su ulterior éxito internacional.
Fue así que en las temporadas de 1946-1947 le ofrecieron los papeles principales de Fidelio (Beethoven) y Madama Butterfly (Puccini), en el mismísimo Metropolitan Opera House. La sorpresa: ella no quiso cantarlos. Una, porque era un Fidelio en inglés (la entiendo); y, la otra, porque la consideraba no apta para su debut en ese escenario (no la entiendo).
La Divina
En 1947 hizo Turandot, de Puccini, en Chicago; y luego conoció al tenor Giovanni Zenatello, quien fungía como director de la Arena de Verona, mismo que le ofreció hacer La Gioconda de Ponchielli. El debut en la arena lo dirigió el gran Tulio Serafín. Por increíble que parezca, la Callas brincó, de un año a otro, a hacer el papel principal de Tristán e Isolda, de Wagner, en La Fenice de Venecia, con un éxito rotundo (hago un paréntesis para recomendarles los Diálogos sobre música y teatro: Tristán e Isolda, entre Daniel Barenboim y Patrice Chéreau, editorial Acantilado; una auténtica joya que nos ayuda a entender el equilibrio obligado que debe haber entre dirección musical y dirección escénica).
Callas fue conocida como La Divina por su imponente voz y presencia escénica. Personaje polémico tanto como diva como en su vida privada. Con todo, y tal como lo hemos comentado en el caso de tantos compositores e intérpretes, su trayectoria artística terminó cuando apenas tenía 41 años de edad.
No podemos culminar la historia de María Callas sin hablar de la relación con Aristóteles Onassis, amor profundo al principio y desamor terrible cuando apareció el precipicio llamado Jackie Kennedy. Callas cantó en México entre 1950 y 1952, en el Palacio de Bellas Artes. Fueron 28 funciones y ocho óperas diferentes. Para concluir, recomiendo la película María (2024), con la estupenda actuación de Angelina Jolie y la dirección de Pablo Larraín, en la que se pueden apreciar los últimos días de la Callas en París, ciudad en la que murió el 16 de septiembre de 1977. Con todo, para mí, siempre será inmortal.
¡Viva Callas y viva la música!

