No concibo la época navideña sin deleitarme de El Mesías de G. F. Händel. Me valdré del relato del escritor y biógrafo Stefan Zweig, en su obra Momentos estelares de la humanidad (14 miniaturas históricas, editorial Acantilado): Händel era un muerto en vida. En todos sentidos.
La tortura venía de cantantes, editores, deudas y, sobre todo, de la infame crítica. Padecía de apoplejía. La parte derecha estaba paralizada. El “optimista” doctor Jenkins afirmó que el compositor podía aspirar a vivir un poco más, pero ya no conservaríamos al músico, “si no se produce un milagro y, por cierto, jamás he presenciado alguno”.
Así sobrevivió los siguientes cuatro meses. No podía caminar, escribir, rozar una tecla ni hablar. Vino una suerte de despertar en la que, primero, con la mano izquierda comenzó a tocar y, luego, lo intentó y logró con la derecha. Tocó e improvisó. A sus 53 años volvía a tener contacto con Dios, a través de la música.
Pero el entorno seguía siendo el mismo: críticos feroces, indiferencia, acreedores y un hombre que perdía vitalidad. De pronto, Händel encontró sobre su otrora mesa de trabajo un paquete con algo escrito. Era una carta de Jenens, el poeta (ya había escrito el libreto de Israel en Egipto). En un principio, el maestro pensó que era una mala broma. Arrugó el papel y lo arrojó al piso. Pero no podía dormir. La duda lo asaltaba. ¿Qué escondería ese texto? Pues se levantó y encontró El Mesías, un nuevo oratorio para que lo vistiera con su música.
Las primeras palabras eran lo que necesitaba: Comfort ye (“Consolaos”). Y devoró el texto, resucitó anímicamente. Y vino más adelante For unto us a child is born y el subsecuente wonderful, counsellor, the mighty God (“Entre nosotros ha nacido un niño; consejero admirable, Dios todopoderoso”). Adiós al desánimo y la pereza.
“Así sea”
Desde esos momentos de intimidad, emoción, reflexión y entereza, Händel no dejó de trabajar en la música para El Mesías. Tal cual, perdió la noción del tiempo. Se encerró a piedra y lodo. Estaba él consigo mismo, su clavicordio, su canto, su escritura.
Y así, después de tan solo tres semanas —sí, tres semanas—, el 14 de septiembre de 1741 la obra estaba concluida. Faltaba la última y más potente de las palabras de un oratorio de esta naturaleza: amén. Si uno escucha con atención la obra presenciará el “así sea” más largo de la historia. Armónica, sonora y enigmáticamente fue en ascenso hasta llegar al cielo. Ya luego durmió, comió y bebió el déficit de tres semanas.
Dice Zweig que, en el momento en que vio al médico, comenzó a reír. Era otro. Cuando Jenkins vio y escuchó la obra espetó a Händel: “Tenéis el demonio en el cuerpo”. La réplica fue mejor: “Creo, más bien, que Dios ha estado en mí”.
Händel vivía en Dublín. Solía donar los ingresos de sus primeras audiciones a causas de beneficencia. Esta vez resolvió donarlo todo. “No quiero ningún dinero por esta obra. Nunca cobraré por ella. Estoy en deuda con otro. Será siempre para los enfermos y los presos. Yo mismo he sido un enfermo y me he curado con ella. Y fui un preso, y ella me liberó”.
En el primer ensayo (7 de abril de 1742), al llegar el famoso Aleluya alguien se levantó, seguido por el resto. Estaban azorados por tal belleza y música tan sublime. Y es que, decían, así estarían, aunque fuera una pulgada, más cerca de Dios.
El 13 de abril de 1742 se estrenó la obra en Dublín. Lleno y éxito total. Cosas de la vida: quería Händel morir en Viernes Santo. Corría el año de 1759. ¿Por qué ese día precisamente? Pues porque fue el día en que El Mesías retumbaba por vez primera en este mundo. En esas horas falleció quien resucitó gracias a esta obra divina.

