NADIE HABLARÁ DE NOSOTROS CUANDO ESTEMOS MUERTOS

Juan Carlos del Valle
Columnas
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Octavio Paz reflexionaba en 1990 en torno de la célebre exposición México. Esplendores de 30 siglos, que “no hay nada en común, en apariencia, entre los jaguares estilizados de los olmecas, los ángeles dorados del siglo XVII y la colorida violencia de un óleo de Tamayo”, salvo una cualidad “que no es fácil probar, pero sí sentir”: una cierta continuidad. No se refería Paz a la continuidad de un estilo o de una idea, sino de una sensibilidad.

Últimamente he estado reflexionando acerca del fenómeno relativamente reciente de aquellos artistas —pintores, sobre todo— que en las décadas de 1980 y 1990 se estaban posicionando, apalancados por un aparato institucional, crítico y de mercado, como los artistas contemporáneos más representativos de México y que, respondiendo a las tendencias del arte internacional y a los intereses del momento, fueron desplazados radical, deliberada e irreversiblemente por un grupo diferente de artistas, rigurosamente conceptuales casi en su totalidad.

Como consecuencia de este proceso de renovación algunas muy renombradas galerías (y que siguen siéndolo hasta la actualidad) simplemente se desprendieron de muchos de aquellos pintores y escultores, antaño reconocidos, indiferentes a la calidad de su trabajo o a una supuesta legitimación adquirida a través de exposiciones en los mejores museos del país, publicaciones y un mercado prometedor.

Desde entonces y hasta ahora muchos de ellos han sido abiertamente rechazados, ignorados e invisibilizados por el sistema implantado. Y no solo los artistas, sino muchos de los integrantes y mecanismos que constituían el medio artístico de aquellos años fueron sustituidos por otros, más afines y adecuados al nuevo orden.

Inevitable

Como bien apuntaba Paz, la noción de continuidad es difícil de probar, especialmente en el contexto histórico de un país que se caracteriza por rupturas constantes, proyectos inacabados e inversiones desperdiciadas. Es típica la anécdota de los museos que cambian de director y con ello también el color de sus muros, su equipo de trabajo y su vocación misma. La llamada Escuela Mexicana de Pintura no dejó discípulos sino artistas aislados y movimientos desarticulados. Ante el gran desplazamiento de paradigma que sucedió en los noventa y la consecuente sustitución de aquella generación de artistas me pregunto cómo se puede narrar de manera justa, imparcial y completa la historia del arte mexicano.

Muchos de aquellos pintores y escultores siguen trabajando en la actualidad y con excepción de algunos casos aislados no se ha dado seguimiento a sus carreras, no se ha hecho una revisión seria de su trabajo, no tienen representación de galerías o lugares donde exponer. Eso por no hablar de tantos otros artistas ya muertos que no han sido estudiados, a quienes no se les representa en las colecciones de arte nacional y, claro, tampoco tienen un mercado. En ocasiones, incluso encontrar información biográfica básica es casi imposible.

Se dice que la historia la escriben y la reescriben, la interpretan y la reinterpretan, los ganadores. Y la realidad es que no conocemos bien a nuestros artistas, ni del pasado ni a muchos del presente, como consecuencia de la falta de discernimiento y el desinterés de quienes están en control de la narrativa oficial.

En un medio tan homogéneo y monopólico hay un profundo miedo a retar el statu quo, a hacerlo enojar. Proyectos que se proclaman independientes sienten la necesidad de justificar su existencia declarándose aliados y no competencia, resultando en iniciativas tibias, pusilánimes y poco originales. En contraste, hay muchos artistas talentosos y auténticos, respaldados por trayectorias de décadas, que viven encerrados en sus estudios, desmotivados y casi resignados a ocupar su lugar en la sombra.

Si bien es cierto que el cambio es necesario, natural e inevitable, también es verdad que algunos cambios se promueven para que todo siga igual. Nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto es el título de una película que me inquietaba en la adolescencia y que me hace pensar en muchos artistas olvidados. Hablar de los muertos es importante y también lo es recordar, reconocer y dignificar a los vivos.