LA ORALIDAD Y LA LOCURA

Oralidad y locura
Juan Pablo Delgado
Columnas
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Existen numerosas hipótesis que buscan explicar los profundos cambios sociales y políticos que estamos viviendo. Pero recientemente encontré una hipótesis que me hizo repensar muchas cosas.

De acuerdo con el periodista Eric Levitz quizá podamos encontrar el origen del envenenamiento de la política y los asuntos públicos en el retroceso que ha sufrido la lectura. O, dicho de otra manera, en el hecho de que estamos involucionando de ser una sociedad literaria a convertirnos nuevamente en una sociedad oral.

Claro, en la vida moderna seguimos leyendo. Pero como señala Levitz no todos los textos son iguales. Lo que estamos perdiendo —y esto es preocupante— es la lectura profunda: ese ejercicio de atención prolongada que requiere sumergirse en un libro o un artículo extenso y que, según diversos neurocientíficos, activa nuestras capacidades cognitivas y lingüísticas superiores.

Basta ver los datos para comprender esta cruda realidad. De acuerdo con el INEGI (MOLEC, 2024), menos de 70% de los adultos mexicanos se consideran lectores, una cifra que ha caído desde 84% en 2015.

De hecho, todos los materiales tradicionales de lectura (periódicos, libros y revistas) han visto una disminución pronunciada en los últimos diez años. Por el contrario, hoy el ciudadano promedio pasa más de tres horas y media viendo televisión y siete horas diarias conectado a internet, de las que dedica tres a redes sociales (Digital 2024 Global Overview).

Todo esto nos está transformando en una sociedad que consume más y más información en formatos audiovisuales, haciendo que la palabra hablada adquiera primacía sobre la escrita.

Advertencias

Pero volviendo a la pregunta central: ¿cómo nos afecta esto en la vida pública? Para responder esta pregunta, primero debemos entender las formas de transmitir información en una sociedad oral y en una literaria.

En las sociedades orales la información es sumamente frágil. Si una idea no se repite y se memoriza, entonces desaparece y muere. Esto lleva a simplificar la información en frases o refranes memorables. Evidentemente, las ideas complejas y los pensamientos abstractos difícilmente sobreviven en una cultura oral, debido a las complicaciones para memorizarlas y transmitirlas en el tiempo. Sumado a esto, en la oralidad la comunicación se realiza cara a cara (o, ahora, a través de una pantalla), lo cual vuelve al intercambio de ideas en un ejercicio “combativo”, ya que toda declaración sirve para generar estatus o afirmación social.

La información escrita es muy distinta. Como indica Levitz, al liberar al lenguaje de las limitaciones de la memoria humana, un comunicador ahora puede enfocarse en transmitir ideas con precisión. Esto también permite mayor complejidad discursiva, mayor abstracción, mayor razonamiento secuencial y mayor coherencia. Asimismo, al liberar la comunicación de contextos sociales esta deja de ser “combativa” y permite evaluar las ideas escritas de manera imparcial en la privacidad de nuestra mente.

Hoy la ubicuidad de contenidos audiovisuales nos está regresando a una oralidad, aunque con ciertos agravantes. Porque en el diluvio de información y opiniones al que nos enfrentamos diariamente, la única manera de lograr que nuestras ideas sobresalgan y se viralicen es hacerlas sencillas, simplonas y memorizables, pero también más estruendosas y controversiales.

Todo lo anterior nos lleva a una degeneración en las ideas y la calidad de nuestro debate público. Pero también pone en peligro la capacidad misma de sostener una cultura democrática. Porque la democracia requiere de ciudadanos capaces de razonar, de abstraerse y de entender que las decisiones públicas no se tratan de emociones inmediatas, sino de principios y procesos a largo plazo.

Hoy el espacio público cada vez se reduce más a una batalla de consignas virales. Y pronto, cuando todo lo que nos quede sean frases huecas, memes reciclados y políticos dicharacheros, no podremos decir que no hubo advertencias. Solo que esta vez nadie las habrá leído.

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