PALESTRA MEXICANA

El terremoto del 19 de septiembre de 1985 solo dejó vestigios del multifamiliar.

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Columnas
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Ahí, a tribuna plena, ante 30 mil personas entre diputados, políticos, militares, funcionarios públicos, periodistas y pueblo raso juraban guardar y hacer guardar la Constitución los presidentes de la República. Así Plutarco Elías Calles, Abelardo L. Rodríguez, Pascual Ortiz Rubio y Lázaro Cárdenas, mientras el secreto a gritos de los integrantes del gabinete se regaba por las tribunas.

De ahí salió, a contrapelo de la tradición de fiesta íntima, el penúltimo, justo el 5 de febrero de 1930, rumbo al Palacio Nacional, en la encrucijada de un atentado. “Vente conmigo”, le había pedido a su esposa, Josefina Ordaz. Al arribo del automóvil Lincoln convertible a la puerta de honor del recinto del poder una bala apagaría el alarido festivo de la valla. El proyectil lamería el carrillo izquierdo del hombre que enfrentara en las urnas a José Vasconcelos, por más que la sangre bañaba la impecable camisa blanca alcanzando a la banda tricolor.

“Neurosis incurable”, fue el diagnóstico médico a manera de exposición de motivos sobre el autor del disparo, Daniel Flores González.

El general Cárdenas, ovación interminable al ingreso solemne al recinto deportivo, se fue a festejar a su casa de la colonia Guadalupe Inn antes de conocer su oficina.

Construido a instancia e insistencia del secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, a imagen y semejanza de las palestras griegas, deporte y cultura entrelazados, el Estadio Nacional, con capacidad original para 60 mil espectadores, lucía una fachada decorada por el maestro Diego Rivera en alegoría de la voluntad y la videncia tejida con el sol y el símbolo salomónico de la equidad. El pórtico, bajo la firma de José Villagrán García, ofrecía una visión que parecía inextinguible, como si el escenario pudiera alargarse al infinito entre el llano. El coso tenía forma de herradura, pista de atletismo, graderías laterales y anexo de canchas deportivas.

Vida y muerte

El listón lo cortaría el presidente Álvaro Obregón el 5 de mayo de 1924, pase de lista al calce de alumnos de infinidad de escuelas. La fiesta multicolor la llenaron exhibiciones atléticas, tablas gimnásticas y ejercicios de primeros auxilios.

El estruendo se alcanzó con un coro de doce mil escolares desgranando el Himno Nacional, La pajarera y La norteña, en tanto 500 parejas bailaban el Jarabe tapatío. La larga jornada daría pauta a agotar 40 tanques de agua, 20 mil tortas… y 106 desmayados de insolación.

El espacio de cemento y acero con factura de un millón de pesos, parte de los cuales los donarían trabajadores públicos, día de sueldo por cabeza, sería sede en 1926 de los Juegos Centroamericanos y del Caribe. Los primeros de México como anfitrión, dando tela además para actos cívicos, mítines y eventos culturales.

La estructura se sembró donde hasta 1875, cuando le cedió la estafeta al de Dolores, se ubicaba el Panteón Municipal de la Piedad. El epicentro salía de la calle Jalapa de la joven aun colonia Roma, con punta en una escuela de estilo neocolonial bajo la firma del arquitecto Carlos Obregón Santacilia.

A la muerte del Estadio Nacional, sitiado por la selva de concreto y asfalto, las 25 hectáreas integrarían el centro urbano Presidente Juárez, con posibilidad de abrigo para entre tres mil y cinco mil inquilinos.

El terremoto del 19 de septiembre de 1985 solo dejó vestigios del multifamiliar, ruinas a resguardo aún de alambre de púas.

En testimonio de aquello que fue está viva la estatua de un atleta en vía de lanzar la jabalina y, en destello de las canchas, un parque dedicado al poeta Ramón López Velarde.

Bueno, hasta el cine Estadio se volvió teatro.

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