Es mejor haber amado y perdido, que no haber amado nunca.
Alfred Tennyson
Bajo la luz mortecina que se cuela por los vitrales del viejo recinto, el Museo Panteón de San Fernando se levanta como un maldito silencio en medio del caos chilango. No es un museo cualquiera. Es un pedazo de historia que huele a hueso viejo, a incienso rancio y a gloria marchita. Aquí los muertos pesan más que los vivos y los murmullos del pasado se te pegan en la nuca como si alguien todavía respirara detrás de ti.
El Panteón de San Fernando nació en 1832, cuando la Iglesia decidió mandar al carajo la costumbre de enterrar a la gente dentro de los templos. Los franciscanos del convento de Propaganda Fide dejaron su huella y el terreno, allá en la colonia Guerrero, empezó a llenarse de tumbas de piedra y de nombres que luego serían historia o puro polvo.
Con el tiempo los ricos, los políticos, los héroes y los cabrones con dinero empezaron a comprar su pedacito de eternidad. El mármol, el hierro forjado y las lágrimas fingidas hicieron del lugar una galería de la muerte con estilo. Y vaya que lo tiene.
Aquí está enterrado Benito Juárez, el cabrón más terco de la República. También Ignacio Zaragoza, que nos salvó de los franceses; y Vicente Guerrero, el negrito bravo que peleó por la independencia. Es decir, puro peso pesado.
Pero ojo: entre los héroes también se cuelan los caídos del otro bando, los villanos de la historia oficial, los que perdieron y fueron borrados. Caminar por este panteón es meterte a una conversación entre fantasmas que no se ponen de acuerdo: unos gritan “¡Viva la patria!”, y otros susurran “¡Chinguen a su madre todos!”
Aquí la historia no está escrita en mármol: está rayada, parchada, oxidada.
El conjunto tiene tres patios. El primero, chiquito y sombrío, guarda la tumba de Miramón —ese emperador sin corona que terminó fusilado por la patria que no lo quiso. El segundo es más amplio y luce las tumbas monumentales de Juárez y Zaragoza, rodeadas de rejas negras y cipreses que se estiran como dedos hacia el cielo. El tercero, inacabado, parece decir “ni los muertos tienen todo completo en este país”.
El aire ahí adentro pesa. Huele a humedad, a rezos antiguos, a flores que ya fueron. Las esculturas tienen esa tristeza hermosa de lo que fue arte y ahora solo es polvo con pretensiones.
Cada lápida es una frase que no termina. Cada sombra, una historia que el Estado prefirió olvidar.
En 2006 el lugar se convirtió oficialmente en museo, administrado por la Secretaría de Cultura. Pero la verdad es que sigue siendo un panteón: nadie entra ahí buscando alegría. Los guías hacen su chamba, cuentan anécdotas, hablan de arte funerario, pero los visitantes —sobre todo los que vamos solos— sentimos otra cosa. Un escalofrío, una culpa, una belleza rara.
Es el tipo de sitio donde te dan ganas de quedarte callado un rato, o de gritarle a Juárez que despierte y vea el desmadre que dejó. No hay manera de salir ileso: el Panteón de San Fernando te mira con los ojos vacíos de la historia y te dice sin decirlo: “Mira, cabrón, así termina todo: en piedra, en polvo, en olvido.
La Ciudad de México entierra a sus muertos y también sus verdades. Los panteones son los únicos lugares donde todavía hay silencio, donde las mentiras del poder se pudren igual que los huesos. El Museo de San Fernando es más que un cementerio: es un espejo jodido donde uno ve su propio final.
Aquí la muerte no da miedo: da risa amarga. Aquí los héroes descansan, los villanos también, y el pueblo —ese que nunca tuvo tumba con nombre— sigue dando vueltas afuera, vendiendo flores y tacos, esperando su turno.
Y mientras el sol cae sobre las cruces torcidas, uno entiende que México está hecho de eso: de hueso, polvo y coraje. ¡Y que algún día, cuando nos toque, ojalá nos entierren aquí, en medio de los grandes y de los cabrones, para que al menos la muerte tenga estilo!
El cementerio
La muerte llegó puntual, no tenía prisa, ni prosa. Lo fueron a enterrar, pero nadie acudió al sepelio, solo el enterrador y su ayudante, con un silencio que espantaba. Era una mañana fría de noviembre. Ya tenían preparada la zanja donde descansaría el cuerpo, pero sucedió algo extraño. Cuando estaban bajando el féretro, este se abrió y de ahí el muerto se levantó. Al principio los dos hombres se espantaron; pensaban que había resucitado. El hombre con un traje gris salió del panteón y fue a buscar a su mujer, quien lo había abandonado a su suerte. La esposa, al verlo entrar en la casa, sufrió un colapso y cayó muerta de un infarto. El ataúd finalmente sirvió de algo. Esta vez el hombre acompañó a su mujer para asegurarse de que no regresara.

