EL PESIMISMO COMO FUERZA LÚCIDA

Juan Carlos del Valle, Génesis, 2016, óleo sobre tela, 50 x 60 cm

Si hiciéramos un inventario del malestar contemporáneo, la lista parecería interminable. Guerras, migraciones forzadas, colapsos ambientales, corrupción, violencia, precariedad. Las economías se tambalean, las instituciones siguen perdiendo credibilidad, los vínculos humanos se erosionan. En el arte, los concursos, becas, museos, galerías y ferias son más un circuito viciado que un espacio de oportunidades. Las redes amplifican la sensación de que todo ocurre demasiado rápido y al mismo tiempo. El mundo se desmorona con eficiencia y buen diseño.

A las tragedias visibles, se suma un deterioro menos evidente, pero igual de corrosivo: el desmantelamiento del capital cultural y simbólico. Se deteriora la educación y se normaliza la mediocridad. Hablar de cultura puede parecer frívolo frente a la urgencia humanitaria, pero es precisamente ahí donde se gesta una pérdida silenciosa: la del pensamiento crítico.

Estamos en manos de políticos que responden a lógicas e intereses ajenos al bienestar común. La abundancia es selectiva; los recortes, para casi todo lo demás. La cultura, el arte o el conocimiento no son prioridad. En su lugar, se cultiva un ecosistema dócil, de cuotas y cuates, donde el mérito perdió su valor de cambio. Sin grandes voces ni ideas que incomoden, todo resulta más fácil de controlar. Conviene implantar la mediocridad y alimentar el miedo: la primera adormece, el otro paraliza. Ambos entretienen, distraen y sofocan el deseo de superación, la lucidez y el impulso creador. Todo se convierte en espectáculo.

La tentación del desánimo, entonces, es enorme. El cinismo se vuelve uno de los pocos refugios ante la desesperanza. El optimismo, un recurso de los crédulos. Incluso el arte y los artistas resultan otra víctima del desaliento: desgastados por la simulación y la fatiga del sistema. Es fácil declararse vencido. Pero el pesimismo, cuando se mira de cerca, no necesariamente implica rendición. Quizá el problema está en que entendemos el pesimismo como lo opuesto a la esperanza, cuando puede ser una de sus formas más lúcidas. No negar el desastre, sino constatarlo, nombrarlo, pensarlo, dolerse.

Grandes mentes lo han entendido así. Cioran decía que la desesperanza es una forma de libertad. Schopenhauer encontraba en el arte una breve suspensión del sufrimiento universal. Woody Allen, más práctico, concluía en Annie Hall que “en la vida solo existen dos tipos de personas: las horribles y las miserables.” Beckett, con su estoicismo absurdo, sentenció: “Intenta de nuevo. Fracasa de nuevo. Fracasa mejor.” Todos ellos, desde su desencanto, encontraron un modo de seguir: escribiendo, haciendo cine, creando, a pesar de todo. Porque el pesimismo, bien canalizado, no es inercia sino impulso.

Muchas de las grandes revoluciones artísticas y movimientos que transformaron la historia surgieron de la inconformidad, del no estar de acuerdo con el mundo tal como es. El pesimismo, en ese sentido, es una fuerza crítica: una energía que desmonta el espejismo del éxito, la complacencia, la falsa armonía. Solo cuando algo nos duele de verdad buscamos transformarlo. El pesimista que sigue creando es, paradójicamente, quien más cree en la posibilidad del cambio.

En el medio del arte, muchos de los proyectos más genuinos provienen del desencanto: el artista que pinta aunque no lo consideren, o aquel otro que abre una galería para mostrar el trabajo de los colegas que nadie muestra. A su manera, ese gesto es político. No porque enuncie un manifiesto, sino porque insiste en existir. Quizá por eso el pesimismo activo no destruye, depura. Nos obliga a preguntarnos qué vale la pena sostener cuando todo parece desmoronarse.

También es cierto que el pesimismo requiere valentía. Pero en su aparente oscuridad hay una forma de claridad: la de mirar sin filtros. Aunque el panorama invite al desaliento, conviene recordar que la desesperanza puede no ser el final, sino el punto de partida de una reinvención. Aceptar el desencanto no significa rendirse. Implica actuar con el deseo y la voluntad de mejorar. Quizá el verdadero optimismo consista, después de todo, en seguir mirando de frente lo que duele e incomoda; en reconocer que, dada la situación, está todo por hacerse.

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