LOS PINCHES RUSOS

“Lo que la gente está dispuesta a hacer por mantener el poder es asombroso”.

Sergio Pérezgrovas
Columnas
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No impera quien vota, sino quien cuenta los votos.

Iósif Stalin

Tras el fallecimiento de Vladímir Ilích Uliánov —conocido en círculos subterráneos como Lenin— el 21 de enero de 1924, debido a un derrame cerebral, subió al cargo de secretario general Iósif Stalin, apodado Pepe por sus cercanos.

Bajo su liderazgo se estableció un régimen de terror. Durante los años de la Gran Purga, que abarcan de 1929 a 1953, se estima que ordenó el asesinato de entre 700 mil a un millón 200 mil personas. Algunos historiadores sugieren que la cifra podría ser aún mayor. En cualquier caso, su comportamiento fue atroz.

Antes de su muerte Lenin recomendó que Stalin dejara el puesto de secretario general del Partido, citando su rudeza como un defecto inaceptable para ese rol.

Hay quienes sostienen la teoría de que Stalin fue responsable de la muerte de Lenin, aunque esto no está del todo confirmado.

Lenin, junto con Stalin y Trotsky, sentaron las bases de la Unión Soviética. Después del fallecimiento de Lenin, Trotsky tuvo que abandonar el país y buscar refugio, llegando finalmente a la casa de Frida Kahlo en México. Sin embargo, Stalin lo mandó asesinar el 21 de agosto de 1940 a manos de Ramón Mercader.

Curiosamente, poco antes de la muerte de Lenin, Stalin hizo retocar una fotografía en la que él y Lenin aparecían juntos. Aunque Lenin medía 1.65 m y Stalin 1.68 m, en la imagen Stalin parecía más grande debido a la amplificación de su figura y al retoque de su rostro, ya que había sufrido de viruela en su juventud.

Después de la muerte de Lenin, Stalin construyó el mausoleo donde se preserva su cuerpo hasta hoy (mantenerlo así cuesta alrededor de 173 mil euros al año para el Estado ruso). Tras su propia muerte, Stalin fue inicialmente colocado junto a Lenin, pero en 1961 fue trasladado y enterrado fuera de la muralla del Kremlin.

Ahora Vladimir Putin mide 1.70 m, no siendo muy alto, similar a Nikita Kruschov con 1.60 m. Lenin y Stalin eran de estatura más baja, un rasgo compartido por muchos líderes rusos. Lo que la gente está dispuesta a hacer por mantener el poder y la imagen que desean proyectar es asombroso.

Tambos

Eran dos hermanos que vivían cerca de lo que era la embajada rusa en la calle Benjamin Franklin. Se llamaban Lenin y Stalin, de apellido González, pero su papá era un prosoviético que había estudiado ingeniería química en la Unión Soviética.

Aprendieron cómo disolver cuerpos con unas sustancias que su papá les enseñó a fabricar. Se convirtieron en algo peor que El Cochiloco y El Pozolero juntos, ya que metían a sus víctimas vivas, algo que ni en las mentes más retorcidas de guionistas ni en la vida real se daba.

A Lenin y Stalin les gustaba escuchar los gritos de sus víctimas y siempre se decían entre sí: “A gritos de marrano, oídos de chicharronero”.

Tristán había escuchado las leyendas que se contaban de ellos, pero pensaba que eran fantasías de sus amigos, los policías de patrulla. Una tarde, estando en su carro en medio de la calle de Revolución, vio pasar una camioneta con varios tambos y un olor fétido. Tris sabía que dentro de esos contenedores había partes de cuerpos humanos. El olor era inconfundible. Así que siguió a la camioneta, que se detuvo junto a una casa muy llamativa en la calle General Francisco Ramírez. Después supo que la casa rosa pertenecía al famoso arquitecto Luis Barragán.

Vio cuando entraban por un portón de lámina. Ingresó por un costado de la casa de Barragán, ya que tenía una barda que colindaba con el lugar donde cocinaban. Al principio esperó y luego escuchó que los dos asesinos volvían a salir. Se escondió en el predio y aguardó un par de horas.

Cuando regresaron traían a una mujer de unos 40 años. Estaba drogada, pero parecía consciente. Los dos hombres, que no medían cada uno más de un metro 60 y eran compinches, tomaron a la mujer y la bajaron de la camioneta. Abrían el tambo cuando Tris los detuvo con una pistola en la mano. La mujer no entendía nada.

Ató a los sujetos con sus esposas y llevó a la mujer al hospital, que estaba a pocas cuadras. No dijo nada, simplemente la dejó en la entrada de emergencias. Luego volvió con los asesinos. A continuación, los metió en los tambos. Como dice el dicho: “A cada capillita le llega su fiestecita”.