POPULARIDAD Y DEMOCRACIA

Popularidad y democracia
Columnas
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Claudia Sheinbaum registra muy altos niveles de popularidad, mayores incluso a los de Andrés Manuel López Obrador. El 30 de septiembre pasado, un día antes de celebrar su primer año de gobierno, el periódico El País publicó una encuesta de la empresa Enkoll que le dio una aprobación de 78%, más alta que 72% de López Obrador tras su primer año de gobierno y arriba de 77% con que AMLO concluyó su mandato.

Los programas sociales, como los apoyos a adultos mayores, las becas a jóvenes desempleados y los subsidios de Sembrando Vida a campesinos, son las principales razones de esta popularidad.

Sin embargo, la misma gente que le da un abrumador apoyo a la presidenta expresa su preocupación por la inseguridad, los problemas económicos y la corrupción y el mal gobierno. Hay una disociación entre la popularidad de la presidenta y la insatisfacción con la situación nacional.

El expresidente López Obrador encontró en los programas sociales la llave para construir su popularidad, la cual heredó a su sucesora. Si bien él no los inventó, los personalizó para que los beneficiarios pensaran que provenían directamente de su bolsillo. La gente siempre ha estado decepcionada con el trabajo del gobierno, sin importar el partido del que provenga, pero está agradecida por “los apoyos de Andrés Manuel”.

Al pueblo bueno y sabio poco le importa que el gobierno, en colaboración con las autoridades electorales, haya cambiado diputados de un partido a otro para aumentar sus curules y lograr una mayoría calificada en la Cámara de Diputados que no obtuvo en las urnas. Tampoco le interesa que haya comprado a tres senadores para obtener esa misma mayoría calificada en el Senado. No le inquieta que esta mayoría artificial haya aprobado una reforma que destruyó la independencia del Poder Judicial. Ni se preocupa porque el gobierno haya decidido acabar con los organismos autónomos que proporcionaban contrapesos al poder. Nunca entendió por qué la muerte de la ley de amparo le afectaba.

A modo

Ninguno de estos golpes a la democracia hace mella a la popularidad de la presidenta. López Obrador comprendió siempre uno de los principios de la política. Adolf Hitler lo expresó en su libro Mi lucha: “El primer fundamento inherente a la noción de autoridad es siempre la popularidad”. Cada una de las decisiones de los actuales gobernantes de México se ha basado en este principio.

Ante las decisiones de los tribunales por sus medidas ilegales, AMLO replicaba: “Y que no me salgan con el cuento de que la ley es la ley”. Como la Constitución se convirtió en una molestia, la cambió. Hoy el régimen tiene, después de veintenas de enmiendas, una Carta Magna a modo.

La presidenta dice que “México es el país más democrático sobre la faz de la tierra”. Lo afirma porque, en el nuevo sistema, todos los jueces, magistrados y ministros son electos por voto popular, cosa que ningún otro país hace. Poco le importa que solo 13% de los electores registrados acudió a las urnas, que la mitad no llenó todas las boletas y que quienes votaron lo hicieron con “acordeones”, listas de candidatos respaldados por el partido en el poder.

Sabe que mientras mantenga su popularidad podrá hacer lo que quiera, y que esa popularidad la adquiere con dádivas que entrega a buena parte de la población.

Lo mismo hacía Julio César en la Roma antigua. Desde entonces se sabía que el político podía comprar su popularidad.

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