PRIMERA PLAZA DE TOROS EN MÉXICO

PLaza de toros México
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Solo se vive una vez.

Decir que México nació entre pólvora, rezos y broncas es quedarse corto. También nació entre toros. Antes de tener Constitución, antes de tener bandera y mucho antes de que existiera el sueño húmedo arquitectónico de la Plaza México, ya había un lugar donde la gente se reunía a ver cómo un cristiano con pantalones ajustados se jugaba la vida frente a un animal de media tonelada que, francamente, nunca pidió entrar al show.

Y ese lugar —la primera plaza formal de toros en México— fue la Plaza Mayor de la Ciudad de México, allá en pleno siglo XVI.

Sí, cabrón. La primera plaza mexicana no fue un edificio, ni un coso monumental, ni una estructura circular como Dios, los toros y los borrachos mandan. Fue la mismísima Plaza Mayor, la que hoy llamamos Zócalo. Ese rectángulo solemne donde hoy hacen desfiles militares, plantones y conciertos de la Rosalía y Juan Gabriel, alguna vez tuvo un ruedo encofrado de madera que servía para que los conquistadores se sintieran en casa y, de paso, demostrarle a los indígenas quién mandaba… según ellos. Casi desde que Hernán Cortés dijo: “De aquí soy”.

El primer registro formal de una corrida en territorio novohispano es de 1526, un evento organizado por el propio Cortés para celebrar el nombramiento de su hijo Martín. No tenían plaza, no tenían gradas, pero eso no detuvo a nadie. Improvisaron con carretas, tablones, cuerdas y la absoluta falta de sentido común que define a todo imperio en expansión.

Estos primeros festejos fueron informales, pero la cosa se fue formalizando. La primera plaza construida ex profeso para corridas —ahora sí, para que ya no digas que el Zócalo era la “primera”— apareció unos años después, cuando el virrey decidió que ya no era elegante andar toreando en plena sala de estar urbana.

Historia brava

Aquí está la carnita: la primera plaza de toros construida como tal en México fue la de San Pablo, edificada entre 1529 y 1531 muy cerca de donde luego estaría el barrio de La Merced.

Fue una estructura circular, totalmente de madera, hecha al estilo castellano: postes gruesos, vigas cruzadas, balcones para los ricos y banquitas para el pueblo que —como siempre— tenía que conformarse con asolearse y rezar para no caerse.

Y sí, cabrón, ya existía en 1531 una plaza hecha para torear cuando Europa apenas estaba saliendo de la Edad Media tardía. Así de central fue la tauromaquia en la vida novohispana.

Aquí no hubo un “arquitecto estrella” tipo Barragán colonial. La plaza fue obra de los maestros carpinteros de la Ciudad de México, dirigidos por un personaje clave: el maestro constructor Rodrigo de Pontes, especialista en estructuras públicas de madera.

Pontes no era arquitecto de títulos rimbombantes, pero en la práctica era el ingeniero chingón del virreinato. Construía puentes, armazones, casas para funcionarios y —como buen español que se respetara— aceptó encantado el encargo de levantar el primer coso taurino de América.

Se basó en los ruedos castellanos del siglo XV: madera robusta, forma poligonal para ahorrar material, barandas reforzadas y un ruedo hundido ligeramente para que los toros no se salieran —porque si algo no quería Pontes era morir corneado por culpa de su propia obra.

El primer virrey que decidió que Nueva España no solo debía oler a incienso y pólvora sino también a toro bravo fue Luis de Velasco, El Viejo, aquel señorón que llegó en 1550 con pinta de padre estricto, pero con alma de productor de espectáculos. Sí, el hombre mandó construir la primera plaza de toros formal del virreinato porque las “corridas” que se hacían antes eran más bien improvisaciones en la Plaza Mayor: tablones, cuerdas, el público trepado donde se podía y uno que otro borrachín sirviendo de burladero humano.

Velasco dijo: “Ya basta de desmadres, vamos a hacerlo bien”. Y ordenó levantar una plaza de toros en toda forma, una estructura de madera con graderíos armados a punta de martillo y sudor indígena, ubicada en los alrededores de la Plaza Mayor, donde hoy vibra el Zócalo. No era todavía un recinto permanente como los del siglo XVIII, pero sí el primer intento serio, oficial y organizado por la autoridad virreinal.

El proyecto fue tan exitoso —y tan rentable para la Real Hacienda— que se volvió costumbre. De Velasco no imaginó que su ocurrencia taurina terminaría creando una tradición que cruzaría cinco siglos. Y mira: fundó, sin saberlo, el principio de toda la historia brava mexicana.

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