MIB

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La verdad siempre es más extraña que la ficción.

Agente K en Hombres de negro

No tienen nombre. No tienen rostro. No tienen alma. Son los cabrones que aparecen justo cuando empiezas a hacer las preguntas equivocadas. Cuando miras hacia arriba y ves algo que no debería estar ahí. Cuando levantas una piedra podrida y debajo se revuelven cosas que la gente en el poder no quiere que veas. No son policías. No son agentes del FBI. No son humanos, o al menos no del todo. Son los hombres de negro. Y vienen a joderte la existencia.

Te tocan la puerta como si trajeran pizza. Pero no traen nada. Ni órdenes judiciales ni explicaciones. Solo traen su silencio, sus trajes planchados, sus pinches sonrisas congeladas y esas gafas oscuras que no se quitan ni cuando se meten al baño. Y hablan como robots dementes, como si repitieran un guion que les dictó el mismísimo diablo por radiofrecuencia.

El primero que los mencionó fue un loco llamado Albert Bender en los cincuenta, en plena fiebre OVNI, cuando la paranoia gringa hervía más que los frijoles en olla de barro. Dijo que tres sujetos vestidos de negro lo visitaron después de que empezó a escribir sobre platillos voladores. Le dijeron que se callara. Que se retirara. Que cerrara su club de investigación. Y lo hizo. Se cagó de miedo y nunca volvió a hablar del tema. ¿Casualidad? No mames.

Desde entonces los testimonios han llovido como balas en barrio bravo. Todos iguales. Siempre llegan después de un avistamiento. Siempre manteniendo la misma postura de “conocemos lo que observas, pero es más beneficioso que no abras la boca”. Gente temblando, gente llorando, gente maldiciendo su suerte. Algunos desaparecen. Otros terminan en siquiátricos. Y los que sobreviven apenas logran hilvanar un relato entre pesadillas y pastillas para dormir.

Los describen como espectros disfrazados de burócratas. Blancos como la leche, pálidos como cadáver de morgue. Hablan raro. Caminan raro. A veces no saben usar un tenedor o un teléfono. Una vez, uno le preguntó a un testigo para qué servían los helados. “¿Para qué sirven?”, dijo, como si fuera un extraterrestre tratando de hacerse pasar por humano y fracasando miserablemente.

¿Y sabes qué es lo más jodido de todo? Que nadie sabe quién carajos los manda. Unos dicen que son del gobierno. Otros, que son androides, o aliens disfrazados, o entes interdimensionales que protegen secretos que nos romperían la cabeza de solo saberlos. La verdad es que ya ni importa. Lo único claro es que están ahí. En la sombra. En la esquina. En el auto negro con los vidrios polarizados que no tiene placas y no hace ruido. Ahí están. Viéndote.

Algunos creen que son parte de un teatro macabro. Que su función no es solo silenciar sino crear más caos. ¿Te das cuenta? Te dicen que no hables y con eso ya sembraron la duda. Te asustan y al mismo tiempo te convencen de que lo que viste era real. Porque si no fuera real, ¿por qué mandarían a tres pinches hombres siniestros a tocarte la puerta?

Y luego están los otros, los más pendejos, los que piensan que todo es ficción de Hollywood. Que Will Smith y su neuralizador son el verdadero rostro del mito. Jajaja. Como si la verdad se pudiera reducir a una comedia palomera. Los hombres de negro reales no hacen chistes. No bailan. No salvan al mundo. Te debilitan el espíritu y te dejan con un tic en el ojo y una sensación de tensión en las manos que no se disipa jamás.

¿Sabes qué hacen cuando te visitan? No te amenazan con pistolas ni te torturan. No hace falta. Te miran. Te hablan. Te cuentan cosas que nadie más debería saber. Cosas de tu infancia. De tus traumas. De lo que soñaste anoche. Te ven por dentro, como si tuvieran un microscopio en la mirada. Y luego se van. Sin huella. Sin sonido. Solo el olor rancio del miedo pegado en tus paredes.

Los hombres de negro son como el cáncer de la verdad. Llegan cuando empieza a crecer algo peligroso. Y lo extirpan. Aunque eso signifique quemarte los recuerdos. Aunque eso signifique borrar una parte de ti que ya nunca volverás a encontrar. Son los pastores del silencio. Los sepultureros de lo inexplicable. Los hijos de la chingada que limpien el desastre que no entendemos.

Los hombres de negro

Estaba sentado en mi sillón viendo la tele cuando llamaron a la puerta; eran unos pinches monos vestidos de negro, todos pálidos cual paleta congelada de coco, con sus lentes obscuros (eso sí, Ray-Ban muy caros). Al principio fueron amables, pero conforme avanzaba la plática se empezaron a poner violentos. Eran dos. El primero trató de amedrentarme porque veía el programa de Alienígenas ancestrales; no tuve más remedio que romperle la madre. El otro se espantó al ver mis movimientos, cual Jackie Chan; los aventé por la puerta y seguí viendo mi programa.

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