EL TOREO DE LA CONDESA

Toreo
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Y así las cosas.

La tauromaquia en México alcanzó durante el porfiriato un auge particular que la convirtió en uno de los espectáculos preferidos por las élites y las clases populares. Entre los escenarios más emblemáticos de ese periodo destacó la plaza de toros El Toreo, que se inauguró a principios del siglo XX como símbolo de modernidad urbana.

Este coso se levantó en los límites de la Ciudad de México, en la zona conocida como colonia Condesa, y pronto se convirtió en referente tanto para los aficionados a la fiesta brava como para quienes buscaban un espacio social donde mostrar prestigio y estatus.

Durante los más de 30 años que Porfirio Díaz ocupó la Presidencia de México, el país experimentó un proceso de modernización en infraestructura, transporte y urbanismo. Ferrocarriles, telégrafos, electricidad y una arquitectura inspirada en modelos europeos fueron parte de un proyecto político que buscaba proyectar una imagen de progreso y civilización.

En este marco, el ocio también se transformó: aparecieron teatros afrancesados, cafés al estilo parisino, hipódromos y, por supuesto, nuevas plazas de toros con mayor capacidad y comodidades modernas.

La tauromaquia ya tenía hondas raíces en el territorio desde el siglo XVI, pero fue con Díaz cuando adquirió un aire de espectáculo de masas vinculado al refinamiento europeo. Las corridas de toros eran vistas como parte del folklore hispánico que conectaba a México con la tradición española y, a la vez, como un ritual de distinción para las élites urbanas.

Microcosmos

La plaza de toros El Toreo se inauguró en 1907, cuando Díaz se mantenía firme en el poder. Su ubicación en la colonia Condesa, un barrio moderno inspirado en las ideas urbanísticas francesas, no fue casualidad. El coso se levantó con capacidad para unas 23 mil personas, un número impresionante para la época, lo que la convirtió en una de las plazas más grandes del mundo.

Su arquitectura combinaba elementos funcionales y ornamentales: gradas amplias, palcos de lujo, accesos adecuados y un ruedo diseñado para recibir a los mejores toreros del momento. Todo ello reflejaba la intención de construir un espacio que no solo sirviera como recinto taurino, sino también como escaparate de modernidad, al mismo tiempo que reafirmaba el carácter cosmopolita de la Ciudad de México.

Asistir a El Toreo era mucho más que presenciar una corrida. Para la élite porfiriana, significaba mostrarse públicamente en un ambiente donde la moda, las relaciones sociales y los negocios se entremezclaban. Los palcos estaban reservados para las familias distinguidas, quienes lucían trajes importados, joyas y sombreros europeos, mientras que en las gradas populares se reunían artesanos, obreros y vendedores ambulantes.

Esta mezcla de clases sociales era característica del espectáculo taurino, aunque siempre con una clara división de espacios. La plaza, en este sentido, funcionaba como un microcosmos de la sociedad porfiriana: jerárquica, estratificada, pero unida alrededor de un ritual común.

El Toreo recibió a figuras tanto nacionales como extranjeras. Toreros españoles eran invitados con frecuencia para darle prestigio internacional al coso, entre ellos Rodolfo Gaona, El Califa de León, a quien más tarde se consideraría uno de los toreros más grandes en la historia de México.

Gaona debutó en España y se consolidó en México, y El Toreo fue el escenario donde su arte y valor conquistaron multitudes. La presencia de estos personajes reforzaba la importancia del recinto como epicentro de la tauromaquia mexicana.

Aunque no se tiene registro de que Díaz asistiera con regularidad a las corridas, sí se sabe que fomentó su realización como parte del repertorio cultural y de ocio del país. El régimen porfiriano veía en espectáculos como la tauromaquia una forma de integrar a la población urbana bajo un mismo rito de entretenimiento, al tiempo que proyectaba al exterior una imagen de continuidad con las tradiciones europeas.

La construcción de El Toreo fue posible gracias al apoyo de empresarios cercanos al régimen, quienes encontraron en la fiesta brava una inversión rentable y, al mismo tiempo, una forma de alinearse con el proyecto político del “orden y progreso”.

Tras la caída del porfiriato en 1911 y el inicio de la Revolución Mexicana, la plaza continuó funcionando, pero el ambiente ya no era el mismo. El Toreo siguió activo por varias décadas, pero eventualmente dejó de ser el centro taurino más importante y fue sustituido en 1946 por la Plaza de Toros México, ubicada en la colonia Nochebuena, hoy llamada Ciudad de los Deportes.

La vieja plaza fue demolida en los cuarenta y en su lugar se construyó el centro comercial Palacio de Hierro de Durango. No obstante, en la memoria de los aficionados quedó el recuerdo de aquel recinto que en la época de Díaz simbolizó el esplendor de la fiesta brava y de una ciudad que aspiraba a modernizarse mirando hacia Europa.

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